Justo cuando las últimas luces de la estación se apagaban, una tenue luz azulada bañaba los corredores que recorrían el perímetro externo. La luz entraba por gigantescos ventanales que ocupaban casi toda la pared exterior, y el reflejo sobre las pulidas superficies metalizadas no hacía sino acrecentar un aspecto que a mucha gente le parecía frío, distante. Por eso pocos se entretenían en los pasillos, concentrándose en cambio en las salas comunes o retirándose a sus habitaciones. Pero por esa misma razón a Santiago le gustaba tanto pasar el último rato de la jornada en mitad de aquel pasillo, que en absoluto se le antojaba frío. Sentirse bañado por aquella luz azul, reflejada por el planeta donde había nacido, más bien le provocaba una sensación de paz, de estar en casa, pese a los miles de kilómetros que les separaban. Le costaba entender que nadie más disfrutase de la estampa; por más que pasasen todo el día trabajando con el planeta enfrente, él no llegaba a acostumbrarse, no dejaba de sentirse atraído hacia lo que para él era un espectáculo con el que despedir el día. Se preguntó cómo era posible que bajo unas condiciones de vida tan concretas y limitadas, rutinarias y con tan poco margen de maniobra, todavía siguieran surgiendo esas peculiaridades que hacían a unos seres humanos tan distintos de otros. Había algo en sus cabezas, codificado en sus genes, que los hacía tan distintos… justo en el momento en que pensaba esto, la estación comenzaba a sobrevolar la zona nocturna: enormes manchas iluminadas esparcidas sobre un manto negro, perfilando aquellos continentes tan familiares. La forma en que aquellas hileras de luces se esparcían y conectaban unas con otras le recordó la estructura de las conexiones neuronales. Sonrió ante semejante comparación que su cerebro acababa de realizar, casi instintivamente.
La forma en que aquellas hileras de luces se esparcían y conectaban unas con otras le recordó la estructura de las conexiones neuronales… (imagen)