La emoción se palpaba en los
pasillos del departamento. Había muchísima más gente de la habitual. Caras
jóvenes, nunca antes vistas fuera de los laboratorios, se cruzaban con rostros
ajados, surcados por arrugas que hablaban de una cantidad de horas de docencia
que pondrían en entredicho las leyes del espacio-tiempo. Cuchicheos y bromas
nerviosas alternaban con un griterío de carácter gallináceo que sobresaltaba a
los pocos estudiantes que todavía deambulaban por aquel lugar, despistados en
su búsqueda de la cafetería o tristemente condenados a convocatorias
extraordinarias desesperadas.
Pero entre todos los personajes que
recorrían aquellos estrechos pasillos, destacaba uno, por la felicidad que
irradiaba, la iluminación de su sonrisa
deslumbrando las pupilas más sensibles, incluso a través de una frondosa barba tan
densa que la propia luz tenía problemas en alejarse de ella. El dueño de
aquella barba era el director del departamento, que sonreía y casi danzaba al
caminar entre sus subordinados, puesto que para él se trataba de un día
especial. En apenas unas horas, se convertiría en el director saliente.