El escarabajo seguía vivo, a pesar de todo. Después de caer de una altura que para él debía de ser considerable, rebotar en varias piedras y terminar completamente boca arriba y bajo los rayos de un sol abrasador, al cabo de cierto tiempo desplegó sus diminutas patitas y comenzó a menearlas, nerviosamente, acariciando el aire sin resultado aparente. El niño observaba, atónito, cómo poco a poco el insecto se balanceaba cada vez más, y de repente, con un golpe brusco se dio la vuelta. Su duro caparazón - de un color verde brillante, lleno de matices y que cambiaba con cada variación de la luz que reflejaba - se abrió para descubrir las poderosas alas que vibraron, levantaron el peso del animal y le permitieron alejarse rápidamente. Los ojos del niño le siguieron hasta que la silueta del pequeño insecto se desdibujó contra la luminosidad de la mañana, y tuvo que cerrar los ojos ante el resplandor. Se encontraba tan fascinado como intrigado, pues la observación de tal cantidad de curiosas propiedades del insignificantemente pequeño ser le sugería un sinfín de preguntas sin respuesta.
Preguntas muy similares le vendrían a la mente años después, cuando durante sus viajes por sudamérica fue asediado por legiones de insectos de todas clases, llegando a ser picado por muchos de ellos, sufriendo toda variedad de síntomas a cual más doloroso. Nunca volvería a encontrarse totalmente sano, y jamás descubriría qué era realmente lo que había enturbiado su salud. Por más que quisiese pensar sobre ello, era imposible que conociese el papel que insectos como aquellas chinches tuvieron en propagar la enfermedad que jamás le abandonaría. Y por muchos años que dedicase a meditar acerca de cuán evidente era que el escarabajo que observaba embelesado en su tierna infancia y la chinche que le infectó con un organismo parásito del que ni siquiera tenía conciencia, estaban de alguna manera emparentados. Aun así, no dejó nunca de hacerse estas preguntas, y a falta de encontrar respuestas, decidió seguir recopilando información como aquélla mientras le durasen las fuerzas.
Y así lo hizo, fiel a su curiosidad; y muchos años después aquel niño intrigado por los insectos se hallaba en una tranquila casa en la campiña inglesa, mesándose la frondosa barba blanca, evocando recuerdos de infancia y dándose cuenta de que, al fin y al cabo y después de años de observación y análisis, seguía teniendo más preguntas que respuestas.
Este post participa en la primera parte del Biocarnaval de verano, hospedada en Marimarus blog.
Oh! que cortito pero que chulo. Yo solo tengo una pregunta, se curó? Bueno y otra....donde puedo leer más historias del Biocarnaval? en Marimarus Blog?
ResponderEliminarHola amiguete, pues me temo que no se curó nunca, aunque bien es cierto que la enfermedad en concreto que atenazó a nuestro amigo Darwin no se sabe con certeza(he hecho una interpretación basada en datos reales, como se cuenta aquí).
ResponderEliminarEfectivamente, en la entrada de Marimarus referente al carnaval se van recopilando todas las historias que publicamos en nuestros blogs. ¡Tú también te puedes animar! Seguro que tienes historias de insectos atacando cocinas para parar un tren. Si lo escribes, le mandas un tuit o le dejas un comentario en dicha entrada.
Vaya no tenía ni idea que fuera cierta....Interesante....
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