Nadie en la historia de la Humanidad ha sido capaz de asimilar con facilidad el hecho de que, tarde o temprano, morimos. Desde que el primer ser humano se enfrentó a la primera muerte de su entorno, uno tras otro nos hemos preguntado por qué, cómo, con qué sentido… y en última instancia, qué hacer para evitarlo. Estas preguntas nos han llevado a buscar por todos los medios una forma de burlar este macabro destino. Tal vez todo el desarrollo científico y tecnológico de nuestra especie haya sido alimentado, en última instancia, por esta idea que subyace a todas las demás preguntas. No queremos morir, no queremos dejar este mundo; pero sobretodo, no queremos que nuestros seres queridos mueran. Esta obsesión ha dado lugar también a todo tipo de creaciones y fabulaciones escapistas: desde las religiones mayoritarias hasta la superstición más ridícula y personal, todas se han desarrollado en torno a la idea de comprender y conseguir superar el drama de la no-existencia.
Generalmente intento afrontar la vida desde un punto de vista racional. No siempre lo he hecho así, pero poco a poco y sobre todo durante los últimos años, he ido acercándome a esta postura. Cuando he tenido que aplicar esta visión al tema de la muerte, me he sentido muy cómodo con las conclusiones a las que he llegado: cuando dejamos de existir, dejamos de existir, tan sencillo como eso. Nuestra mente se apaga, y nuestro cuerpo vuelve, más rápido o más lentamente, a descomponerse en sus elementos básicos, que pasan a formar parte del mismo universo de donde salieron. Entiendo este proceso como algo bello, que me da la misma paz que a otras personas les proporciona imaginar un mundo postrero, lleno de luz, desde el que se puede contemplar a aquellos que dejamos atrás. La reunión con el universo a nivel de átomos, y el saber que lo único que queda de nosotros es el recuerdo que dejamos detrás en las personas que amamos y nos aman, me bastan y sobran para entender la muerte.
O al menos, eso creía.
Porque cuando alguien a nuestro alrededor termina sus días, todo se trastoca. Multitud de pensamientos afloran, y de nuevo esas dudas primigenias resurgen con más fuerza. Las preguntas, la búsqueda de un sentido a todo ese dolor. Entonces toda la ciencia del mundo se muestra obsoleta, inútil, se queda corta.
Gracias a la necesidad de entender cómo funcionan nuestras vidas, qué mueve nuestros cuerpos, qué engranajes rotan dentro de nuestras cabezas, hemos podido burlar la muerte en muchas ocasiones. Y cada vez más a menudo. Lo que hace unos cientos de años era una inevitabilidad, se convierte hoy día en una nimiedad; la esperanza de vida aumenta, y aunque con ella surgen nuevos problemas, seguimos empeñados en solucionarlos, y lo conseguimos muchas veces. La muerte accidental seguirá azotándonos sin ninguna duda, pillándonos desprevenidos y sin poder hacer nada para evitarla. Pero los avances en la ciencia médica hacen cada vez más difícil que morir de enfermedades sea considerado algo “accidental”, imprevisto y súbito. Al menos, en algunos casos. Algunos de nosotros tendremos la suerte de haber nacido en una época, en algún lugar, donde apenas unos años antes no hubiésemos sobrevivido.
Pero otros no han tenido tanta suerte. Han nacido demasiado pronto, y el mal que les ha tocado ha ganado la batalla. En estos momentos, mi visión racionalista y científica, mi trabajo ligado a los últimos avances de la biología y la medicina, me han resultado una broma de mal gusto, una ironía del destino. Soy más consciente que mucha gente de cómo la ciencia nos ha ayudado para evitar la muerte y la enfermedad. Día a día aparecen nuevos y prometedores avances, promesas de futuro que nos hablan de un mundo sin enfermedad, nada de ciencia ficción ni de palabrería sin fundamento: la infección por VIH se ha tornado en un mal crónico y tratable; muchos tumores son detectados y destruidos antes de que se conviertan en un cáncer sin solución. Es cuestión de tiempo que se entienda qué promueve la metástasis y cómo evitarla. Desgraciadamente, seguimos perdiendo a los que nacieron demasiado pronto para ello.
En otros casos estamos mucho más atrasados. Nuestro cerebro esconde todavía los mayores misterios, y estamos aún muy lejos de comprenderlos. Maldigo la época que me ha tocado vivir, y no puedo sino lamentar el pensar que lo que hoy me ha privado de tu compañía, ese enemigo tan terrible como desconocido su funcionamiento, en un futuro tal vez no muy lejano será historia. Pero hoy por hoy sigue siendo una plaga, un enemigo silencioso y mortal, un asesino despiadado que no atiende a razones. Nuestros remedios contra él son fútiles, casi prehistóricos. Basados en evidencias ambiguas y experiencias incompletas. En poquísimo casos conseguirán como mucho paliar el mal; en la mayoría no hacen sino acrecentar la desdicha de los que lo padecen.
Y así, con esta frustración y esta impotencia, con todos estos artículos sobre neurobiología sobre mi mesa, no puedo sino pensar: “naciste demasiado pronto”. Pensar que de haber vivido en otra época aún estarías con nosotros, nos reiríamos viendo videos en youtube, disfrutaríamos de una comida en el indo-pakistaní, te pondrías doble ración de salsa y te fumarías un cigarrito que “sienta de puta madre”. Y aunque no te viera todos los días sabría que estarías planeando tu vuelta al mundo, visitando todos esos lugares que tanto ansiabas pisar, contemplando las siete maravillas y conociendo gentes a las que llamarías amigos, como llamabas amigo a todo aquél que compartiera contigo la más mínima experiencia: mas no gratuitamente, sino dispuesto a estar ahí para lo que hiciera falta. Un auténtico amigo, como los hay pocos.
Habrías formado una familia, habrías conocido a tu sobrino y los últimos años no habrían sido una sucesión de experiencias horribles, pesadillas delirantes, entradas y salidas de siniestras salas de hospitales, efectos secundarios y memorias perdidas, de risas ahogadas, de dolor y remordimientos. Y para que todo eso se acabase para ti, para los demás ha de suponer un dolor que ya no acabará nunca. Un dolor para el que toda la ciencia del mundo no sirve para nada. Y da igual que piense en el Más Allá, en el universo subatómico o en la reencarnación, porque todo eso son ideas que no valen nada cuando la ausencia lo llena todo. Nada de eso importa, nada de eso vale, y por más consuelo que encontremos en cualquiera de estas abstracciones, la única realidad es la que es: has dejado de ser, por culpa de una enfermedad que podría no existir en el futuro. Todo porque naciste demasiado pronto.
Por un lado, siento rabia. De qué sirve conocer todo esto, neurotransmisores, hipotálamos, hemisferios cerebrales, dendritas y axones, receptores dopaminérgicos, antipsicóticos, antidepresivos, estimulantes, células madre en el cerebro adulto. Para qué, si es imposible racionalizar la pérdida, qué me importa el porqué, dónde está el consuelo de conocer las enfermedades y su funcionamiento, si lo único que queremos es verte de nuevo, saber que estás cerca, abrazarte. A la mierda el Más Allá, el retorno de las moléculas al universo que las creó, y la inevitabilidad de las mutaciones genéticas. No me importa nada de eso, la dimensión de estos consuelos es infinitesimal al lado del dolor que presiona en mi pecho sólo con escribir estas palabras.
Quiero pensar que esto no es razón para dejar de luchar por la supervivencia de la ciencia, ni por la transmisión del importante mensaje subyacente: algún día, nuestros descendientes y herederos de este pedazo de roca podrán evitar estos horrores. Que nadie más sufra lo que nosotros hemos sufrido es la mejor razón para seguir luchando por algo. Tal vez el conocimiento en sí mismo no nos proporcione consuelo; pero es el único camino hacia el día en que la enfermedad pueda dejar de existir. No basta con comprender el dolor ni con asumirlo: si está en nuestra mano, habrá que evitarlo.
Pero mientras tanto, no queda nada más que podamos hacer. Sólo recordarte, pensar en ti, en lo que nos diste y en lo que te dimos. Recordarlo, y despedirnos.
Lamento que nacieras demasiado pronto. Pero me alegro de haberte conocido.
Adiós, amigo.
Adiós, hermano.