Se cumplen hoy siete años desde que defendiese ante un tribunal de científicos el trabajo desarrollado durante los cinco primeros años de mi vida dedicados a la investigación en biología molecular. Son casi las once de la noche y pronto habrá terminado el día de mi cumpletesis, que siempre me ha gustado celebrar con alguna anécdota más o menos elaborada, aunque algunos años se me ha pasado. Esta vez casi ni me acuerdo, y cuando he caído en la fecha que era, he pensado rápidamente a ver si se me ocurría algo que comentar para escribir sin invertir demasiado tiempo (la vida blogueril se resiente mucho cuando al día siguiente tienes cuatro horas seguidas de clase). Y entonces he caído que hay una persona a la que pocas veces menciono, pero que si hablamos de la tesis y de todo lo que en ella me llevó a ser el científico que soy hoy (lo que quiera que eso signifique), es probablemente la que más debería destacar. Se trata de mi director de tesis, el que durante aquellos años fue para mí lo que Filemón para Mortadelo: "el jefe".
"...Bajé por una lámina beta nada más penetrar en la jungla y mis atónitos ojos percibieron algo brillando en la espesura: era un anillo de inositol fosforilado y, claro, encajaba en aquel rincón como anillo al dedo. Era un lugar agradable, íntimo, un entorno básico que hacía las delicias de los pequeños y refulgentes fosfatos de las posiciones tres y cuatro."
- extracto de La mutación de las tinieblas, penúltimo delirio caníbal del microbiólogo José Conrado antes de descender para siempre a una revista científica de tercera
La comparación no es arbitraria; tengo la suerte de haber disfrutado de un director de tesis al que no solo admiré profundamente a nivel profesional, sino que con el paso del tiempo he podido llamar sin rubor alguno "amigo". Un amigo con el que he compartido cómics, discos de Deep Purple, relatos científico-lúdicos, sesiones de cinefórum. Obviamente, entre nosotros hubo una conexión que iba más allá de la relación contratado-empleador, jefe-subordinado, pupilo-maestro. Éramos todo eso, según el momento, pero tiempo después de finiquitar nuestra relación inicial y a pesar de los muy divergentes caminos, hemos seguido escribiéndonos y encontrándonos con la alegría de quien retoma una vieja amistad. Nunca sabré si la influencia de mi director de tesis hubiese sido tan buena de no haber tenido esta conexión, este "feeling"; pero el caso es que a su lado aprendí TODO, con mayúsculas, todo lo que sé de ciencia. Llegué a su laboratorio sin apenas saber cómo empuñar una pipeta, y el primer día él mismo, mano a mano, me enseñó a hacer mi primera reacción de PCR. Con él aprendí a diseñar experimentos, a hacer preguntas, a intentar responderlas. Pero más importante, aprendí una de las cosas más cruciales que se deben aprender en ciencia: cuándo me equivocaba, cuándo no estaba viendo lo que creía ver, cuándo tirar la toalla y cómo afrontar el infortunio no como un fracaso, sino como una rectificación a tiempo. Me enseñó a interpretar la ciencia, a contar la ciencia. Me empapó de la pasión por el descubrimiento, por seguir el camino que desvelaba la incógnita, que abría la novedad, independientemente de la posible utilidad que esta pudiera tener o de lo que se alejase de nuestras ideas de partida e hipótesis preconcebidas. Me respetó no solo como alumno, sino como compañero. Me trató de igual a igual cuando la ocasión lo permitía, respetó mis errores y mis deseos, discutió conmigo y escuchó mis objeciones. Y cuando llegó el momento de plasmar por escrito el trabajo, me enseñó a escribir ciencia. De él aprendí el valor de la concreción, de la concisión, y de la objetividad en el lenguaje científico. Aprendí a descartar lo superfluo, a resaltar lo importante, a contar solo lo que los datos mostraban y a aportar el grado justo y necesario de interpretación subjetiva.
Pero quiero también destacar que él fue mi primer jefe en lo que sería el campo profesional al que me he seguido dedicando. De él he aprendido el valor del buen ambiente de trabajo, del respeto, del compañerismo. De la transparencia entre compañeros, alumnos y supervisores. De la necesidad tanto de un ritmo de trabajo constante y sin descanso, como del reposo y la distensión. Las mejores experiencias profesionales durante la tesis han girado en torno a comidas y cenas de grupo de laboratorio, congresos, y reuniones científicas organizadas por nosotros mismos entre varios grupos afines. En esos momentos la ciencia ha fluido, el trabajo ha adquirido nuevo sentido, hemos renovado ilusiones. Los tiempos que corren, con su inmediatez, obsesión por la aplicabilidad del conocimiento y necesidad de justificar todos y cada uno de los movimientos, hacen que aquellos recuerdos parezcan de otros tiempos, de una época mágica y distante. Pero nunca me he sentido tan productivo e inspirado como entonces.
Soy perfectamente consciente de lo afortunado de todo esto que estoy contando. La mala suerte con el director de tesis provoca muchísimas renuncias en este trabajo tan sacrificado; o igualmente malo, plaga nuestro entorno de malos profesionales que atesoran vicios y malos hábitos confundidos con eficiencia, excelencia y rigor en el trabajo. Ojalá todos pudiesen buscar un director adecuado al que confiar estos años tan importantes. Para más suerte aún, mis dos jefes posteriores han seguido un patrón parecido en cuanto a profesionalidad, respeto, pasión por la ciencia y creación de buen ambiente de trabajo. A veces me cuesta creer que, con sus más y sus menos (al fin y al cabo los tres son personas humanas, ¡y científicos, nada menos!), todos los jefes a los que he tenido que rendir cuentas hayan sido tan fáciles en el trato y el trabajo día a día. Es una suerte que muy pocos pueden disfrutar. Pero si tuviera que destacar a uno solo, y que los demás me perdonen, sería sin duda a aquél que ocupó el lugar más importante: el primero, el rol de maestro, el modelo al que aspirar a parecerse el día de mañana. La tesis doctoral es un periodo lleno de baches, altibajos, incertidumbres, escollos y futuros plagados de incógnitas. Quién nos guié a través de él puede determinar el futuro profesional. Y la ciencia, amigos, vive del futuro. Es un esfuerzo a largo plazo. Y es duro. Si no empezamos con pasión, con ganas, con esperanza, no podremos ceder ese mismo legado a los que vendrán detrás. Así que por mi parte, no he podido tener mejor modelo al que parecerme: y día tras día echo la vista atrás y no puedo más que recordarme a mí mismo que mi mayor éxito en el campo de la ciencia, la docencia y la investigación, sería conseguir que el día de mañana, aquellos a los que yo estoy enseñando ahora, abran sus blogs (o lo que se lleve entonces) y decidan escribir, el día de sus cumpletesis, un agradecimiento a todo cuanto les enseñé.
Esa es mi meta. Pienso que es la mayor aportación que podría hacer al legado científico de nuestra sociedad, mucho más importante que cualquier artículo científico, obra de divulgación, o clase inspiradora. Convertirme en un maestro, en un modelo, inspirar a los auténticos genios que vendrán un día a cambiar nuestro mundo y nuestras vidas para mejor.
Por ese ambicioso pero a la vez estimulante objetivo que aún me anima, cuando todo parece estar en contra, tengo que dar las gracias. Siete años después, aquellos recuerdos todavía me insuflan el mismo valor.
Por todo ello... gracias, Rafa.
"Después de los sucesos catastróficos que acabaron con la retractación del paper en Cell, el desmantelamiento de varios laboratorios de elite en la nave nodriza y la expulsión de un puñado de científicos incompetentes al espacio exterior, supimos que las aleatorias predicciones de JAL sobre residuos potencialmente fosforilables eran demasiado peligrosas para el éxito de nuestra misión en el lado oscuro de Phospho-Galaxy, y nos vimos forzados a desconectar su memoria. Nos abrumaba la inconmensurable amplitud del vacío espacial y la triste certeza de que no publicaríamos nada decente hasta dentro de 69 años-luz, cuando llegáramos a la base JBC en Júpiter y retocáramos personalmente los resultados de los últimos experimentos."
- extracto de 2010: una oliva en el espacio, penúltimo paper de Captain Conrad rechazado en
PhosphoScience Fiction Today
NOTA: las ilustraciones y textos que acompañan este post proceden de sendas obras co-realizadas en este mágico período, protagonizadas por nuestros alter egos de José Conrado y Karl Kurtz, en colaboración con un tercer científico al que simplemente mentaremos por su pseudónimo de Víctor C. Coppula. Sin duda obras que merecerían sus propios posts; quién sabe, tal vez algún día. No en vano fueron el tipo de relatos científico-lúdicos que germinarían en mi ya de por sí enferma mente la semilla en la que se llegó a convertir el presente blog.
Felicitaciones.
ResponderEliminarRegálate mas lectura de Ortega y Gasset:
"No ser hombre ejemplar", de 1924.
Felicidades, Doc.
ResponderEliminarTú también inspiras.
Te iba a decir que ni te imaginas la suerte que has tenido con un jefe como Rafa... pero si sabes la suerte que has tenido. Conoces a mucha gente, sabes de la existencia de otros jefes y de otros becarios que en sus inicios no han tenido tanta suerte. El éxito en el trabajo tiene mucho de esfuerzo, de saber de hacer, de conocimiento objetivo, de análisis... y de suerte con temas tan principales como "quien es tu jefe". Te felicito por tu cumpletesis, Felicidades por seguir escribiendo y felicidades y enhorabuena por esa gran figura de inspiración que has tenido a tu lado. Algunos daríamos un brazo por tener un jefe así. y lo sabes.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias mis queridos comentaristas, es cierto que el jefe es en gran parte lotería, pero no hay que dejar de decir lo importante que es, por si alguien tiene oportunidad de elegir un poco.
ResponderEliminarTomo nota de la recomendación de Moscón.
Un saludote