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jueves, 31 de agosto de 2017

Del laboratorio a los periódicos, pasando por el MIT: una sorprendente historia de ciencia básica, aplicada

Título alternativo: Más histonas, ¡es la guerra!

Hace unos días, nuestro grupo de investigación fue protagonista de una serie de folclóricos titulares:


Enlace a las noticias originales aquí, aquí, aquí, y aquí

Leyéndolos, uno se queda con la impresión de que estamos, como poco, salvando el universo y de paso nos vamos a forrar por alguna especie de milagro médico que hemos inventado. Obviamente, la cosa no es para tanto; pero sí es cierto que el proyecto es muy interesante y su desarrollo está yendo bastante bien, apuntando a poder convertirse en eso que está en boca de todos hoy en día: aplicar la investigación, aportar soluciones a problemas actuales. Siempre he intentado huir de esta obsesión con la aplicabilidad de la investigación científica y he defendido la búsqueda del conocimiento como meta en sí misma, pero también es verdad que emociona bastante trabajar en algo que esté tan cerca de ayudar en la práctica a mejorar la salud de la gente, hoy mismo, como quien dice. Y además, enfatizo, ADEMÁS, el hecho de haber llegado a este punto parte única y exclusivamente de haber comenzado la investigación en otra dirección totalmente distinta, que NADA tenía que ver con la aplicación médica, ni siquiera con la enfermedad a la que finalmente se puede aplicar lo que tenemos entre manos. Así que, de algún modo, me reafirmo en mi defensa de la investigación que busca responder preguntas, aunque dichas preguntas tengan el foco, más o menos lejano, en solucionar problemas.

Para poder responder a todas las dudas y comentarios que se me han hecho por twitter o en persona por todos cuantos se han topado con la noticia en alguna de sus variantes, y compartir la ilusión de participar en un proyecto tan estimulante, voy a responder las dudas que a un lector casual (ya sea científico o acienciado) le surgirían al intentar desentrañar la cantidad de información que viene condensada en la concisa nota de prensa. Lo voy a hacer así, literalmente: autopreguntándome y autocontestándome en un sano ejercicio de surrealismo paranoide blogueril, algo que nunca viene mal.

martes, 13 de junio de 2017

Fin de la Segunda parte: sin regreso.

Por alguna razón siempre cambio de tercio por esta época del año. En una ventana del calendario muy muy cercana a mi llegada a estas tierras. Efeméride que mi señora madre celebra como la antítesis de mi cumpleaños. Y para seguir la tradición aquí traigo unas notas chabacanas y algunas reflexiones absurdas sobre mi segundo postdoc. Un periodo de pelín más de 4 años, entre las paredes de uno de los institutos del todopoderoso Max Planck alemán.


martes, 27 de septiembre de 2016

El reto de Isa

Durante mi carrera como investigador he trabajado en tres laboratorios distintos. En todos ellos he tenido la inmensa suerte de coincidir con compañeros de bancada magníficos, en parte reflejo de que cada uno de los responsables de dichos laboratorios fueron (son) unos jefes ejemplares, respetuosos y creadores de buen ambiente. Pero los buenos jefes no son la única razón de que un laboratorio sea un sitio donde da gusto trabajar. Hay otro factor, también humano pero que no siempre es obvio, que influye notablemente en este desarrollo de la labor investigadora. Se trata de los técnicos de laboratorio, esos profesionales de la ciencia a menudo ninguneados y pasados por alto, a los que otros investigadores miran con desdén por encima del hombro porque una vez terminan de rellenar las puntas, preparar los medios y pasar las células, cuelgan la bata y se van a su casa o a donde quiera que les apetece pasar las horas que quedan hasta la jornada siguiente, en lugar de quedarse descargando artículos o preparando un seminario de resultados hasta altas horas de la madrugada.




miércoles, 17 de febrero de 2016

Gracias, Rafa

Se cumplen hoy siete años desde que defendiese ante un tribunal de científicos el trabajo desarrollado durante los cinco primeros años de mi vida dedicados a la investigación en biología molecular. Son casi las once de la noche y pronto habrá terminado el día de mi cumpletesis, que siempre me ha gustado celebrar con alguna anécdota más o menos elaborada, aunque algunos años se me ha pasado. Esta vez casi ni me acuerdo, y cuando he caído en la fecha que era, he pensado rápidamente a ver si se me ocurría algo que comentar para escribir sin invertir demasiado tiempo (la vida blogueril se resiente mucho cuando al día siguiente tienes cuatro horas seguidas de clase). Y entonces he caído que hay una persona a la que pocas veces menciono, pero que si hablamos de la tesis y de todo lo que en ella me llevó a ser el científico que soy hoy (lo que quiera que eso signifique), es probablemente la que más debería destacar. Se trata de mi director de tesis, el que durante aquellos años fue para mí lo que Filemón para Mortadelo: "el jefe".


"...Bajé por una lámina beta nada más penetrar en la jungla y mis atónitos ojos percibieron algo brillando en la espesura: era un anillo de inositol fosforilado y, claro, encajaba en aquel rincón como anillo al dedo. Era un lugar agradable, íntimo, un entorno básico que hacía las delicias de los pequeños y refulgentes fosfatos de las posiciones tres y cuatro."

-  extracto de La mutación de las tinieblaspenúltimo delirio caníbal del microbiólogo José Conrado antes de descender para siempre a una revista científica de tercera

martes, 17 de febrero de 2015

Mi tesis NO es una mierda

Es algo bastante extendido. Será por el grado de escepticismo y visión crítica intrínsecos a la actividad científica, será porque somos todos unos llorones: pero a muchos de los que nos hemos enfrentado a realizar una tesis doctoral, cuando por fin hemos podido terminar el periodo de investigación, convertirlo en un librito y defenderlo ante un tribunal, se materializa en nuestra cabeza un pensamiento que arrastrábamos desde largo y nos acompañará mucho tiempo: mi tesis es una mierda. Tanto esfuerzo, tanta ilusión, tanta dedicación… ¿para qué? No he curado ninguna enfermedad, no he publicado en una revista de alto impacto, y no me van a dar ni un premio IgNobel. De hecho, ni yo mismo me creo mis resultados; les he dado tantas vueltas, he querido con tanta intensidad que fuesen de otra manera… que incluso dudo de su autenticidad. No digamos ya de su relevancia para el futuro de la comunidad científica. Reconócelo, lector en proceso de doctoración: alguna vez tienes que haberlo sentido (todo esto está estudiado, se llama “síndrome del impostor” y nos habló de ello el siempre infalible Copépodo).


Y si no sabes de qué va esto, igual eres de los pocos suertudos que sí cumplieron algunas de esas expectativas iniciales. A lo mejor eres tan brillante que jamás dudaste de tu éxito y lo puedes enarbolar con orgullo. En tal caso: enhorabuena, te felicito. Puedes considerarte afortunado. Pero entonces este no es tu post, puedes seguir leyendo pero no creo que encuentres nada de interés. Así que deja que tus compañeros menos afortunados, pero muchos de ellos tan brillantes como tú o más, se consuelen con la humilde experiencia de alguien que pensó durante mucho tiempo que  su tesis era una mierda, pero que ahora la mira con gran orgullo y satisfacción.

Sin más dilación, aprovechando que justo hoy se cumplen 6 AÑAZOS desde que defendí a capa y diapositiva mi tesis doctoral, os voy a contar una historia de abuelo cebolleta...

domingo, 6 de julio de 2014

Diario de curso de experimentación animal: algunas conclusiones

Tenía pendiente desde hace tiempo terminar esta saga de entradas satírico-epistolares basadas escrupulosamente en hechos reales (otros célebres ejemplos fueron el Diario de congreso o el Diario de un viajero en el tiempo). De hecho había pasado tanto tiempo, que dudaba si tenía mucho sentido seguir con la saga. Pero resulta que en los últimos tiempos el tema de la experimentación animal ha salido a la palestra a raíz de algunas declaraciones y de sus correspondientes respuestas y recontrarespuestas, y por si esto fuera poco el compañero Banchsinger nos dejó hace unos días, en esta Santa Casa, una interesante reflexión al respecto; así que no aprovechar la oportunidad de terminar lo empezado, estando el tema relativamente activo, sería absurdo. Lo que sí voy a hacer es aparcar un poquito el humor y el tono de las primeras entregas (aquí la primera y aquí la segunda) para simplemente contar qué conclusiones extraje de aquel curso, y cómo ha cambiado mi visión de la experimentación animal desde que, en virtud de la titulación que me otorgó dicho curso, he trabajado en este tema.

jueves, 26 de junio de 2014

Animales de experimentación: héroes anónimos.

Aunque hace ya muchos años que vivo por y para la ciencia, he sido uno de esos científicos dedicados a las ciencias de la vida que ha tenido la suerte de no tener que trabajar directamente con animales casi nunca.  Lo hice muy al principio de mi carrera, cuando aun era solo un grumete, sin las ideas claras de un marinero de derrota; únicamente observando y ayudando a una doctoranda que realizaba su tesis doctoral. Ya casi se me había olvidado lo que se siente al trabajar con animales... ayer quise acompañar a un colega al animalario y solo vi héroes, pero de los de verdad, no esos piltrafillas de la Marvel.

Quizá el término héroe suene efectista y desmedido, pero para mí aquella situación encarna, como pocas veces he visto en mi vida, el coraje más épico que se pueda ver fuera de la gran pantalla o de las buenas novelas. La valentía tranquila de los hechos cotidianos que aquellos tres seres vivos mostraron fue  precisamente lo contrario a la acción y el fragor de una de una batalla. Una cuidadora que arrullaba al blanco conejo de laboratorio como si fuese su propia madre. Un conejo de laboratorio que estaba tranquilo como el niño que se adormece en brazos de sus progenitores. Y mi colega, consumado científico que, detestando profundamente la ciencia cada vez que empieza a preparar la mezcla de péptidos para inyectar, saca el temple de dios sabe donde para calmar su pulso que un minuto antes parecía una atracción de feria. Después de tres inyecciones hipodérmicas, la cobaya ni siquiera se alteró y tras recibir una barrita de pienso de la mano de la cuidadora, volvió calmadamente a su jaula para empezar a producir anticuerpos que luego usaremos en nuestra rutina diaria en el laboratorio para por ejemplo revelar un “western blot”.  



Hoy también he ido al animalario, esta vez he acompañado a otra compañera que se disponía a organizar unas simpáticas ranitas hembra de la especie Xenopus laevis en cajas, para inyectarles una hormona que las haga desovar hoy por la noche. En el laboratorio usamos el contenido de los huevos para hacer un extracto de proteínas extraordinariamente concentrado que podemos usar para hacer toda clase de experimentos. Esta especie de tortilla contiene semejante montón y variedad de proteínas que sería prácticamente imposible producirlas por otros medios más simples, como usando bacterias. Pues bien, de nuevo la misma conducta que anteriormente, pulso firme y delicado evitando cualquier tipo de rudeza. Contándome entre rana y rana el temor a hacerles daño y las semanas sin dormir cambiando el agua de los tanques cada pocas horas y dándoles medicación una por una a las casi 300 ranas cuando sufren un brote de salmonela. Viendo el acuario se podrá pensar que es triste y que están aburridas, yo lo estaría. Sin embargo la mayoría alcanzan los 15 años de edad, que es prácticamente el máximo que algunas alcanzan en libertad.



Se ha de decir que no siempre es así. Muchas son las veces que las cobayas se alteran y sufren. No todos los protocolos experimentales son tan inocuos como los que os acabo de contar, en algunos casos los experimentos dejan clavadas en nuestra retina imágenes bastante duras. Y la verdad deber ser dicha, al final la mayoría de las cobayas son sacrificadas, si no por razones experimentales, por cuestiones de seguridad o para que no sean usadas fuera del ámbito académico ante la imposibilidad de servir para otros experimentos y lo peligroso que podría ser que abandonaran un ambiente controlado. Pero no se equivoquen, el que viste la bata es tan humano como cualquiera, si no más.  Y esa es la razón por la que los científicos que trabajan con animales no disfrutan de su trabajo con ellos, no son inmunes al dolor ajeno, sea humano o animal. Y si lo fueran, serían retirados de su trabajo.  Las pautas y protocolos de experimentación animal son extremadamente estrictos y asépticos.  A cualquiera que se le ocurra infligir gratuitamente y de forma deliberada el mínimo dolor a las cobayas se le caerá el pelo hasta de las pestañas. Creo que el Dr. Litos entrará un poco más en detalles en los recovecos de la legislación vigente acerca del trato de animales de laboratorio. El llegar a conocer aunque solo sea someramente todas las trabas económicas y legales y el cómo afrontan los científicos la experimentación con animales dará una idea de por qué se intenta evitar la experimentación con animalesLos animales de laboratorio solo se usan cuando no hay otro remedio, cuando ningún otro modelo más simple puede ser usado para obtener resultados fiables al mismo nivel.  

Por eso, a los que trabajamos o somos cercanos a la experimentación con animales nos enfadan ciertas actitudes cerriles, pretendidamente tuertas (por aquello de mirar restringidamente) y sordas que solo saben gritar sin atender a razones, esgrimiendo fotografías y documentales sensacionalistas, la mayoría de dudosa veracidad, fecha o muy poco comunes en lo que a experimentación con animales se refiere. Gran parte de la culpa de estos movimientos anti experimentación animal han surgido en parte por culpa nuestra, de los científicos. No nos hemos propuesto explicar qué se hace en realidad con los animales de laboratorio, e imágenes de tiempos arcanos y épocas más oscuras se han afianzado en el acervo popular haciendo parecer a los científicos que trabajan con animales sádicos torturadores sin escrúpulos.   Es cierto que de vez en cuando, estrictamente hablando acerca de experimentación científica con animales, explota el escándalo porque en no se qué laboratorio se han hecho a experimentos con animales a escondidas y con dudosa moralidad.  Crucificar la experimentación con animales por hechos aislados, que además son perseguidos por la ley, es como pretender el parar de construir edificios cuando uno o dos se desploman porque los constructores usaron materiales de mala calidad.

Salvo penosas excepciones, la investigación y experimentación con animales tiene un objetivo final muy claro, ayudar al ser humano y a otros seres vivos mediante el entendimiento de la materia viva. Es cierto que trabajando con animales pasa igual que pasa en cualquier otro tipo de experimentación: tras mucho trabajo, dinero, sufrimiento y tiempo, a veces al final de la investigación no se encuentra nada útil. Muchos podéis pensar que esto es una pérdida de tiempo y de dinero y que las cobayas han podido sufrir y morir por nada, pero parad atentos a lo siguiente: la mayoría de los fármacos, técnicas quirúrgicas y tecnologías que nos salvan la vida diariamente se cimientan sobre el sacrificio de aquellos que mostraron cuál NO era el camino. Toda investigación se inicia con un objetivo, si se supiese que no se iba a cumplir, pues no se empezaría, parece de perogrullo, pero a muchos se les olvida.

Por mi parte, cada vez que veo una manifestación anti experimentación animal no puedo evitar preguntarme si esa gente gritando enfervorecida tiene seres queridos o incluso mascotas. No puedo creer que ninguno de ellos se esté beneficiando directa o indirectamente de una vida salvada por aquel grupo de ratones que se usó en los ensayos clínicos del fármaco para la leishmaniosis canina o del cochino que puso a punto el bypass coronario. Quizá sea simplista y/o extremista, pero no puedo evitar preguntarme si saben realmente de lo que están hablando; si no lo saben, se les ha engañado, si de verdad lo saben, entonces no entiendo su comportamiento. Por eso hay que explicar que la experimentación con animales, como es inevitable, se realiza supervisada por comités de ética y los más férreos controles administrativos. El que quiera ver conspiraciones de malvados torturadores en oscuras torres de castillo, que los vea, la realidad es la que es: los animales se usan cuando no hay otro remedio, y es verdad que a veces sufren, pero su sufrimiento se minimiza todo lo humanamente posible. Y esto podrá parecer bien o mal o se preferirá mirar para otro lado, pero siendo fríos, se ven escenas más duras en el día a día de un hospital que un laboratorio de experimentación animal y en ambos sitios tienen como objetivo último mejorar la vida de la gente.

Desde mi punto de vista, negarse a la experimentación con animales es ser un suicida o creerse por encima de las capacidades del ser humano. Es cierto que en este campo, como en cualquier aspecto de la vida, se han de encontrar ejemplos de aprovechados, avariciosos y delincuentes sin escrúpulos, por ello hay que exigir que la experimentación esté controlada y que las violaciones de la ley se persigan y penen como corresponde. Sin embargo, oponerse de manera radical a esta práctica científica es pegarle fuego a tu casa contigo dentro. Me perdonarán los puristas, pero para mi, los animales de laboratorio son para nosotros algo así como los búfalos fueron para los nativos americanos. En ellos descansa gran parte de los cimientos de nuestra civilización. Queriendo o sin querer les debemos lo mismo que a otros héroes anónimos.

martes, 25 de febrero de 2014

Dos razones para estudiar las enfermedades raras

Un ser humano está construido en base a la información contenida en aproximadamente 20.000 genes. Cada uno de esos genes es una pieza que desde el mismo momento de la unión entre óvulo y espermatozoide comienza a funcionar para conformar lo que poco a poco irá creciendo y completándose hasta ser un ser adulto e independiente. Durante toda la vida de dicho ser, esas 20.000 instrucciones seguirán presentes: algunas estarán constantemente siendo utilizadas, otras permanecen latentes, otras se silenciarán en determinado momento; pero el ser adulto no necesitará nueva información para seguir viviendo hasta el fin de sus días. En un caso ideal, las 20.000 dosis de información contendrán un número de errores o imperfecciones lo bastante pequeño como para que el individuo lleve una vida relativamente cómoda, consiga reproducirse (si lo desea) y viva tantos años como físicamente sea posible (obviando muerte por causas accidentales). No hace falta ser matemático para imaginar que este caso ideal es altamente improbable: todos, absolutamente todos y cada uno de nosotros portamos tal cantidad de errores en nuestros genes que es más probable que ninguno encajásemos en lo que se pudiese definir como un “ser humano estándar”; como se suele decir, todos tenemos “nuestras teclas” y en cierto modo es reconfortante pensar que en realidad no existe una norma a la que nos acercamos en mayor o menor medida, sino que la especie humana conformamos un conglomerado de variedades genéticas en cuya diversidad reside un gran potencial, así como una gran belleza. Pero hay algunas de estas variedades genéticas que traen acarreados graves problemas para la salud, y su proporción en un grupo humano de gran tamaño es tan baja, que constituyen una rareza. Esto es, a grandes rasgos, lo que define a las enfermedades raras. Es fácil entender que esta “rareza” se debe, pues, a una mínima presencia comparada con otras enfermedades debidas a causas  más comunes, y por eso se llaman también enfermedades minoritarias.

RareDiseaseDay

sábado, 30 de noviembre de 2013

El error que llevó a una pista, que a través de un puente, condujo a un hallazgo

Esta entrada pertenece a una serie iniciada aquí, donde se narran aventuras y desventuras en torno al estudio de las enfermedades raras. Pienso que pueden resultar especialmente interesantes tanto para todo aquel que quiera saber cómo funciona el día a día de la investigación biomédica, como para jóvenes investigadores que comienzan sus andadas en el mundillo, a los que espero servir de "abuelo cebolleta" para derribar algunos mitos y tal vez, quién sabe, alimentar otros. Todas las entradas de la serie pueden leerse aquí.


En la última entrega explicamos cómo la mutación de la serina 25 afectaba a laforina, y mencionamos  que dicha mutación le impedía formar dímeros. Antes de entrar en materia en la siguiente parte de este relato científico, conviene hacer  una introducción al respecto.


La historia de hoy nos llevará hasta un puente. Esta es toda la relación entre el bellísimo fotograma de Manhattan de Woody Allen y el post que tenéis entre manos, pero toda excusa es buena para meter algo de cinefilia en el blog.


jueves, 21 de noviembre de 2013

Laforinas mutantes y el pollo de Kentucky

Esta entrada pertenece a una serie iniciada aquí, donde se narran aventuras y desventuras en torno al estudio de las enfermedades raras. Pienso que pueden resultar especialmente interesantes tanto para todo aquel que quiera saber cómo funciona el día a día de la investigación biomédica, como para jóvenes investigadores que comienzan sus andadas en el mundillo, a los que espero servir de "abuelo cebolleta" para derribar algunos mitos y tal vez, quién sabe, alimentar otros. Todas las entradas de la serie pueden leerse aquí.

En el último post nos quedamos con la duda de si la proteína AMPK era la responsable de fosforilar a laforina, y en caso afirmativo, de qué narices supondría esta fosforilación para la vida de laforina y su efecto sobre las células (recordemos que conocer los detalles de la biología de esta proteína es crucial para llegar a entender el origen de la enfermedad de Lafora, y tal vez, cómo conseguir curarla algún día). Como también  adelanté, ya existía entonces una pista muy importante respecto a cuál era el aminoácido candidato a ser fosforilado, pista que yo debía terminar de seguir hasta dar con una respuesta. 


Si comparamos las piezas de Lego con los aminoácidos que se engarzan para formar las proteínas...


... un Iron Man de Lego equivaldría a una proteína con unas propiedades MUY molonas (para comprender qué rayos tiene esto que ver con el post, sigan leyendo por favor)

viernes, 25 de octubre de 2013

Desnudando (molecularmente) a laforina

Esta entrada pertenece a una serie iniciada aquí, donde se narran aventuras y desventuras en torno al estudio de las enfermedades raras. Pienso que pueden resultar especialmente interesantes tanto para todo aquel que quiera saber cómo funciona el día a día de la investigación biomédica, como para jóvenes investigadores que comienzan sus andadas en el mundillo, a los que espero servir de "abuelo cebolleta" para derribar algunos mitos y tal vez, quién sabe, alimentar otros. Todas las entradas de la serie pueden leerse aquí.

Seguimos con el relato autobiográfico de mis andanzas estudiando las bases moleculares de la enfermedad de Lafora. En el punto en que dejamos la historia, se me estaba ofreciendo la posibilidad de experimentar con la proteína llamada laforina, intentando arrojar algo de luz sobre sus particulares propiedades como fosfatasa. Tras aceptar sin dudarlo, el jefazo me embarcó de golpe y porrazo en dos líneas complementarias que ya estaban más o menos en marcha: por un lado, me encargaría de continuar un trabajo bastante avanzado en el laboratorio, que constituía la herencia de una investigadora recién doctorada que dejaba el grupo; por otro, trabajaría  en una línea de colaboración con un grupo de nuestro mismo instituto, expertos en cristalografía. A partir de aquí, y como suele pasar en investigación, el trabajo fue saliendo a trompicones y derivando en direcciones inesperadas (un factor que otorga diversión y frustración a partes iguales a este bendito trabajo). Comentaremos por separado ambas líneas, y en posts venideros, las implicaciones derivadas de éstas. Por lo pronto, con estos primeros experimentos abordamos nada menos que el sugerente reto de intentar conocer a laforina de la forma más íntima posible, despojándola de su entorno celular e intentando desnudar su estructura.

Las proteínas "nacen" como una secuencia lineal de aminoácidos encadenados, que va sufriendo varios plegamientos hasta adquirir la estructura final de la proteína (la cual puede estar formada por más de una cadena)

martes, 1 de octubre de 2013

Cómo conocí a laforina

Este año 2013 ha sido declarado el año español de las enfermedades raras. Es precisamente el tema en el que he trabajado durante estos últimos cinco años. Pronto comenzaré una nueva etapa laboral, en otro grupo de investigación, y aunque espero continuar desde la distancia algunos de los temas que me quedan pendientes e incluso seguiré investigando en enfermedades raras, es indudable que termina una época concreta. Momento más que adecuado para recapitular un poco. En esta y próximas entradas (etiquetadas como “Memorias de laboratorio”) os voy a contar cómo llegué a mi actual laboratorio, cómo conocí la enfermedad de Lafora y qué he aprendido a lo largo de este tiempo. Espero, sinceramente, que os guste acompañarme en esta retrospectiva. Sin más dilación, comenzamos con una breve introducción.

logoaoespaoler

miércoles, 17 de julio de 2013

Los primeros serán los últimos

Esta es la historia de un becario. Sí, el becario, esa figura que adolece de una inmerecida mala fama, alguien que se asume como inexperto, novato y molestón que por no tener experiencia no merece siquiera que su trabajo se vea correspondido por unos derechos laborales equiparables a los demás trabajadores. En realidad un becario es, sencillamente, alguien que disfruta una beca, y hasta aquí todo sería normal cuando se es todavía estudiante o se te premia por tus méritos con una beca durante un corto periodo, mientras esperas una financiación más adecuada. Lamentablemente en el mundo investigador se asumió durante muchos años que esta dedicación era algo vocacional y caprichoso que por tanto debía ser remunerado, en todo caso, en forma de beca, sin que a nadie se le cayesen los anillos, aunque dicho periodo becario se alargase durante décadas y el disfrutante peinase canas y tuviese cuatro hijos a su cargo. Pero bueno, los tiempos han cambiado y ya sólo se adjudican becas un tiempo limitado, pasando a cotizar enseguida y a ser considerado un trabajador más. Lo malo es que el estigma de "el becario" sigue existiendo, y si bien es la forma correcta de nombrar a alguien que disfruta (o sufre) una beca, opino que deberíamos referirnos a los trabajadores predoctorales o novatos de otra manera, y no en función de la naturaleza de su financiación. Pero esta es mi opinión y no hay por qué tomarla demasiado en serio. Y además, efectivamente los tiempos están cambiando, más que nunca, pero no para mejor, así que no cantemos victoria porque dentro de poco incluso los viejunos podemos acabar mendigando por una beca con tal de pagarnos las habichuelas. ¿Y a qué viene todo este alegato introductorio? A que hoy os voy a hablar, queridos lectores, de mi becario (sí, cuando se habla de los becarios también se autoadjudican a uno mismo, como un material de laboratorio más, en la tradición esclavista más tradicional).

Los seguidores fieles echarán en falta la presencia de un jovenzuelo redactor que asomó por aquí hace unos meses, publicando pocos pero importantes posts (alguno de los cuales, como este, se encuentran entre los más leídos) y prometiendo aportar savia nueva a este científico-lúdico lugar. Se trata de Pablunchu, a quien vimos por última vez como corresponsal especial en tierras turcas (por mi parte niego cualquier relación entre esta visita y posteriores acontecimientos en la zona, preguntadle a él). 
El chico dejó de frecuentar estos lares absorbido por un trabajo de fin de carrera (de carrera de las de estudiar, no de correr; biotecnología en concreto) que servidor le estaba dirigiendo. Fue justo en ese momento cuando el amiguete @carlespal nos tomó una foto por sorpresa, durante el precioso momento de corrección de una de las últimas versiones del trabajo, y nos obsequió con esta fantástica viñeta que viene que ni pintada para conmemorar lo bien que acabaría todo el periplo que comenzaba con dicho trabajo, como podéis leer más adelante: