Este año 2013 ha sido declarado el año español de las enfermedades raras. Es precisamente el tema en el que he trabajado durante estos últimos cinco años. Pronto comenzaré una nueva etapa laboral, en otro grupo de investigación, y aunque espero continuar desde la distancia algunos de los temas que me quedan pendientes e incluso seguiré investigando en enfermedades raras, es indudable que termina una época concreta. Momento más que adecuado para recapitular un poco. En esta y próximas entradas (etiquetadas como “Memorias de laboratorio”) os voy a contar cómo llegué a mi actual laboratorio, cómo conocí la enfermedad de Lafora y qué he aprendido a lo largo de este tiempo. Espero, sinceramente, que os guste acompañarme en esta retrospectiva. Sin más dilación, comenzamos con una breve introducción.
Durante la realización de mi tesis doctoral, que ocupó los primeros cuatro - casi cinco, vale - años de mi vida laboral, pasé por una etapa muy común en los doctorandos que es pensar que mi tesis era una mierda. Así de claro. Especialmente, porque llegué a aquel grupo de investigación llamado Laboratorio de biología molecular del cáncer con la idea de que iba a trabajar en eso, en descubrir las bases moleculares del cáncer; si no a curarlo, a desentrañar algunos de sus misterios. Qué queréis, era joven, idealista e ingenuo. Evidentemente, pronto vi que de todo eso naranjas, pero además de aprender lo que es la investigación que se suele llamar "básica", aprendí que los caminos de la ciencia son bastante inescrutables. También aprendí más tarde que no existe investigación o ciencia básica o aplicada, ambos tipos son indisociables; pero de esto me di cuenta muchos años después, como digo; y mucha gente aún no lo tiene claro.
Qué se puede esperar de una tesis con semejante contraportada.
La cuestión es que comencé a estudiar unas proteínas pequeñitas y bastante nuevas que prometían mucho. Hay que puntualizar qué significa eso de "nuevas": sencillamente, que en aquel momento estaban recién encontradas en el maremágnum del genoma humano; que lo hayamos leído al completo, no significa que sepamos identificar las funciones de las proteínas que codifica, así que cuando uno estudia las bases moleculares de una enfermedad o tipo de enfermedades concretas, selecciona una serie de genes o las proteínas que estos codifican, para estudiarlos y ver por dónde pueden ir los tiros. En el caso de “mis proteínas”, se trataba de un tipo muy concreto, con actividad enzimática tipo fosfatasa. Bueno, no me adentraré en este tema porque pienso dedicarle otra serie de posts más adelante; digamos que al final descubrí cosas, y cosas chulas, pero ni cáncer, ni ninguna otra enfermedad se cruzó en mi camino. Así que me sentía algo defraudado (no sabía que aquellos trabajos me darían satisfacciones inesperadas, a más largo plazo). No obstante, a lo largo de todas mis averiguaciones y estudios de estas proteínas, desde una perspectiva global (estudié las relaciones filogenéticas entre ellas, lo cual significa estudiar cómo unas proteínas evolucionan a partir de otras y por tanto algunas comparten muchos rasgos), me topé con la que sería la protagonista de mi siguiente etapa, esta vez ya como investigador postdoctoral. Me refiero a la pequeña pero muy curiosa proteína llamada laforina.
Laforina es una fosfatasa pequeñita que resulta estar emparentada con las demás que yo estudiaba. Esto quiere decir que todas ellas provienen de una serie de genes ancestrales que producían proteínas capaces de eliminar, mediante una reacción química de hidrólisis, una molécula de fosfato. Los fosfatos se pueden añadir a las proteínas para modificar sus propiedades, y es una modificación muy útil por ser reversible: pones fosfato, modificas la proteína; quitas el fosfato, vuelve a su estado original. Esta modificación puede hacerlas más activas o menos, facilitar o impedir que se unan a otras proteínas, que se puedan trasladar de un sitio a otro dentro de la célula, y multitud de cosas más. Respecto a laforina, no se sabía mucho de ella en aquel entonces (más allá de que se comportaba como una fosfatasa en condiciones experimentales), pero era famosa porque sí estaba implicada en una enfermedad: un tipo de epilepsia conocida como enfermedad de Lafora.
Gonzalo Rodríguez Lafora
Lafora era un señor, Gonzalo Rodríguez Lafora, español para más señas. Fue discípulo de Santiago Ramón y Cajal y era un experto en neurología. Como tantos españoles hoy día, se encontraba trabajando en Alemania en 1911 cuando se topó con unas muestras de pacientes que habían muerto tras episodios crónicos de epilepsia. Al analizar su tejido cerebral (el de los pacientes, no el suyo propio) observó que en las neuronas existían unos grumos extraños, que más tarde caracterizó como algún tipo de glucógeno, (la molécula donde el cuerpo almacena la glucosa para poder aprovecharla cuando tiene necesidad inmediata de obtener energía) [1]. Dada la época, no pudo ir mucho más allá, así que con los años lo que trascendió de los hallazgos de Lafora es que existe un tipo de epilepsia poco común, en la que se acumulan extraños depósitos de carbohidratos en los cuerpos neuronales (más tarde se vieron también en otros tejidos). Esto hizo que desde el principio se asumiera que estos acúmulos eran la causa de la neurodegeneración que producía crisis epilépticas y finalmente la muerte de los pacientes. Veremos a lo largo de próximas entradas cómo esta idea inicial se ido modificando, y actualmente la visión que tenemos de la enfermedad es bastante más compleja. El nombre completo de esta dolencia es epilepsia mioclónica progresiva de tipo Lafora, o más popular y brevemente, enfermedad de Lafora. No fue hasta la década de los 90 que se consiguió descubrir que en los pacientes aquejados de esta patología, el gen más comúnmente afectado era el que daba lugar a una proteína pequeñita, con características de una cierta familia de proteínas con actividad de tipo fosfatasa [2]. Esta proteína, como el lector imaginará, pasó a llamarse… laforina.
Portada e ilustración pertenecientes a la publicación de 1911 donde se describe por vez primera la enfermedad de Lafora. El dibujito de las neuronas con los grumacos oscuros de glucógeno alterado, están hechos por el propio Lafora quien, entre otros talentos, tenía buena mano con la pintura.
Volvamos a hace cinco años. En la entrevista que tuve con el que iba a ser mi jefe, y dada mi experiencia en el tema de las fosfatasas, me ofreció trabajar en dos posibles líneas de investigación: bien profundizar en la regulación de algunas proteínas de este tipo, implicadas en la señalización celular por nutrientes, y diferentes a mis viejas conocidas, o bien enfangarme en una cruzada que ya llevaba tiempo en marcha, consistente en desentrañar los detalles estructurales de la pequeña laforina e intentar averiguar qué es lo que la hacía diferente de las demás fosfatasas de su clase y qué fallaba en ella cuando se producía la enfermedad.
No tuve que pensármelo mucho. De repente, sentí de nuevo aquel absurdo fervor de principios de tesis, me embargó la ambición científica y los sueños de pasar a la Historia de la Ciencia: tenía de nuevo la oportunidad de desempeñar un trabajo útil para la sociedad, de descubrir cosas que pudiesen mejorar la vida de algunas personas. Curar una enfermedad, diseñar un nuevo fármaco, desentrañar misterios celulares aún desconocidos, ganar un premio Nobel, escribir en un blog donde contar todas mis hazañas… un sinfín de posibilidades abrumadoras se desplegaron ante mí, y con la mirada embriagada de ansias de poder y gloria, grité: “¡Sí! ¡¡Quiero trabajar con laforina!!”
Cinco años después... bueno, escribo en un blog.
No tuve que pensármelo mucho. De repente, sentí de nuevo aquel absurdo fervor de principios de tesis, me embargó la ambición científica y los sueños de pasar a la Historia de la Ciencia: tenía de nuevo la oportunidad de desempeñar un trabajo útil para la sociedad, de descubrir cosas que pudiesen mejorar la vida de algunas personas. Curar una enfermedad, diseñar un nuevo fármaco, desentrañar misterios celulares aún desconocidos, ganar un premio Nobel, escribir en un blog donde contar todas mis hazañas… un sinfín de posibilidades abrumadoras se desplegaron ante mí, y con la mirada embriagada de ansias de poder y gloria, grité: “¡Sí! ¡¡Quiero trabajar con laforina!!”
Cinco años después... bueno, escribo en un blog.
Continuará...
Referencias:
[1] Lafora, G.R. and Glueck, B.Z. (1911) Beitrag zur Histopathologie der myoklonischen Epilepsie. Ges Neurol Psychiat., 6, 1-14.
[2] Serratosa, J.M., Gomez-Garre, P., Gallardo, M.E., Anta, B., de Bernabe, D.B., Lindhout, D., Augustijn, P.B., Tassinari, C.A., Malafosse, R.M., Topcu, M. et al. (1999) A novel protein tyrosine phosphatase gene is mutated in progressive myoclonus epilepsy of the Lafora type (EPM2). Hum Mol Genet, 8, 345-352.
Muy interesante! Gracias doc. Si se puede saber, ¿en qué vas a trabajar ahora?
ResponderEliminarEspero leer más en esta serie! Por mi parte, estaba pensando hacer algo similar, y ambientarlo en un escenario de ciencia ficción asimoviano, pero de momento, sigo escasa de tiempo :P Por cierto, con este título pensaba que era una nueva aventura de Batablanca
¿Este hombre también padecía el síndrome de la movilidad exterior? Este país no tiene remedio, y además no vale la pena estudiar mucho su adn.
ResponderEliminarCada vez que te leo te explicas mejor. Al final, más antes que después, descubrirás algo gordo, estoy seguro. Y si no, siempre nos quedarán las peripecias de Batablanca y miles de zarandajas que poner aquí.
Me la se casi toda, pero sin duda he de gozar más tu versión.
ResponderEliminarHaces algo que quizás deberíamos hacer los demás para dejar al viento y al que
tenga por azar, suerte o desgracia leerlo, cual es la vida, venturas, desventuras y motivación profesional de su científico y vecino don/ña Perico/a de los Palotes...
Suerte, joven.
Tenía ganas de empezar a leer esta otra "saga", más autobiográfica y épica en un sentido muy distinto al de Batablanca y cía. Creo que la narración personal de cómo tuvo lugar tu doctorado, con sus momentos de gloria y desesperación, hará que muchos nos sintamos identificados y que otros entiendan un poco mejor en qué consiste "hacerse doctor". Aquí otro lector entregado que seguirá este culebrón con genuino interés, y como te comenté alguna vez, es muy posible que siga tu ejemplo.
ResponderEliminarGracias a todos por los ánimos. Puede que no lo parezca, pero he dudado muchísimo sobre si lanzarme a contar estos rollos. Lo tenía medio escrito desde antes del verano, y casi ni lo publico. Por el momento, parece que al menos a algunos os va a interesar así que seguiremos, creo que hay anécdotas curiosas y divertidas de sobra. Respondo un par de cuestiones:
ResponderEliminarUnuncuadio, no puedo decir mucho porque todavía está todo en el aire. No quiero gafar nada :D Pero vamos, si mis planes salen bien, podré continuar con algunas historias del tema de Lafora y seguir haciendo biomedicina como a mí me gusta, pero con sustanciales cambios. Lo contaré por aquí cuando se confirme, si se confirma, por Darwin.
Copépodo, puntualizar que estas aventuras por el momento van a ser sólo las postdoctorales; me he reservado una mini-saga parecida pero contando mi tesis, para publicarla en febrero del año que viene, cuando será mi cumpletesis.
Gracias de nuevo, y atentos que las siguientes entregas tendrán más enjundia!