
Se había movido. Sí, estaba casi seguro: sin duda lo había hecho. De todos modos, se esperó un rato más, fijando la vista, menteniendo la repiración. Y de nuevo, el montoncito de serrín vibró, dejando entrever una diminuta y arrugada cabecita. Tuvo que contenerse para no lanzar un grito: ahora ya no cabía duda alguna. Le hubiera gustado abrir la jaula, coger en sus manos a la madre que descansaba sobre su cría y darle un beso en su peludito hocico. Lo cual, por otra parte, hubiera sido no sólo surrealista y algo ridículo, sino impracticable debido al uniforme estanco que recubría todo su cuerpo, rostro incluido. Así que se contentó con volver a colocar la jaula en su sitio con suma suavidad, y a salir de la sala para encaminarse con paso firme y decidido hacia el pasillo principal, donde un teléfono constituía su único punto de enlace con el resto del Instituto. En ese breve tramo, muchas cosas pasaron por su cabeza; pero ninguna de ellas tenía ni remotamente que ver con lo que en realidad acaba de suceder.
Porque él no lo sabía, pero aquella cría de ratón era uno de los últimos eslabones en una cadena de acontecimientos que concluiría, en apenas unos años, con la erradicación de las muertes humanas por enfermedades neurodegenerativas.