viernes, 2 de diciembre de 2011

Crónicas del Reino de Sal (I)

 Capítulo 1

Fuego en la aldea

En sus quince años de vida, el chico había visto bastantes cosas como para estar seguro de que no se podía confiar en las habladurías. Nunca había guiado sus pasos por aquello que otros aconsejaban, ni creía cualquier historia como si de una verdad absoluta se tratase. Era de los pocos que incluso cuestionaban algunas de las enseñanzas de los Educadores. Sin embargo en aquel momento, mientras las llamas devoraban su aldea, las mujeres huían despavoridas con los niños en brazos y los hombres eran acuchillados sin piedad, maldecía su estupidez al haber depositado todas sus esperanzas en algo que sólo conocía precisamente por habladurías, historias de borrachos y relatos inconexos. Pero cuando uno está a punto de perder la esperanza, se agarra a cualquier posibilidad por remota que ésta sea.


Había pasado varias semanas tras su encuentro con los jinetes en el camino tratando de encontrar al conocido como Caballero de la Bata Blanca. Cuando su hermano y él relataron a su Educador lo que les había pasado, este no dudó ni un instante de la veracidad de los hechos: se podía leer el horror en los rostros de ambos chicos. El Educador Not había cuidado de él y de su hermano desde que sus padres muriesen en la última Cólera, cuando él contaba apenas unos ocho años. Desde entonces, había sido duro y exigente con ellos, pero siempre les había tratado con respeto y de manera muy justa. Pese a ser incapaz de sustituir el amor de un padre o una madre, era una buena persona con la que se podía contar. Sin embargo, aunque el pobre hombre hizo cuanto pudo por tranquilizar a los chicos y ayudarles a comunicar su relato al resto de la aldea, no encontraron precisamente demasiado apoyo. Pocos habían oído alguna vez hablar del Hechicero de Tresh, de espadas de fuego ni de jinetes negros. Así que cuando sugirieron que debían enviar una expedición, o al menos un mensajero para buscar al Caballero, lo menos que se encontraron fueron risas condescendientes.

Sin embargo el joven no se rindió: recorrió él mismo todas las aldeas cercanas -algunas no tan cercanas - cruzó el río y subió a las colinas circundantes. Pero en ningún sitio habían oído hablar de aquel caballero, y si lo habían hecho, pocos daban crédito a las historias que de él se contaban. Sí consiguió transmitir la intranquilidad y el temor entre las poblaciones vecinas, pues hay pocas cosas más causantes de pavor que el desconocimiento, y el tipo de brujería que este hechicero podía traer no pronosticaba nada bueno. Además, dada la poca comunicación existente entre las poblaciones del Reino de Sal, era imposible deducir hasta qué punto el ejército de Jin de Tresh había avanzado, si alguna población ya había caído bajo su yugo, o si por el contrario habían pasado de largo sin cumplir sus amenazas. Se fue dando cuenta paulatinamente de lo poco preparados que estarían frente a semejante ataque, y durante los siguientes días pasó muchas horas dándole vueltas a ideas que nadie le había planteado con anterioridad: se preguntó cómo había conseguido Sal I, el soberano fundador, unir al pueblo en un único Reino, en esas condiciones; se preguntó también cómo se enfrentaría el actual monarca – un pusilánime llamado Sac II, más preocupado por disponer de una buena bodega que por lo que sucedía fuera de las murallas de palacio - a la hechicería de un enemigo del cual ni siquiera sabía que llegaba para arrebatarle el trono. Tal vez años atrás las cosas fuesen distintas, pero eso era algo que no había podido averiguar en ninguna de las clases de los Educadores, que poca relevancia le daban a la historia antigua más allá de las genealogías de los Reyes.

Lo peor de todas esas divagaciones no era que no tuviesen respuesta, sino que no podía encontrar a nadie con quien discutirlas. En todo el Reino había pocos individuos, Educadores o no, que soportasen las preguntas sin respuesta con buen humor, y era en general mal visto que alguien abordase a los demás con preguntas incómodas. Le había pasado antes, cuando intentó arreglar por su cuenta el viejo molino de agua, por ejemplo: estuvo parado mucho tiempo, y cuando se decidió a desmontarlo pieza por pieza, intentando averiguar cómo podía ser que hubiese funcionado antes y no lo hiciese ahora, se había ganado una reprimenda bien grande. Se trajeron las piezas directamente desde la población vecina, y el carpintero del pueblo comenzó a hacer un nuevo molino desde cero, siguiendo escrupulosamente las instrucciones de los Educadores que supervisaron todo el proceso. Se aseguraban así de que los Espíritus de los Reyes Vigilantes bendecían la construcción. Así había ocurrido con tantas otras cosas, y así ocurrió finalmente con la crisis de los jinetes: los Educadores se recluyeron en sus templos, pidieron ayuda a los Reyes Vigilantes, recogieron más hierbas que nunca y se sacrificaron animales, mientras la gente temblaba ante la incertidumbre, reunía víveres y se preparaba para huir sin saber bien en qué dirección.

Porque por una vez, las habladurías y divagaciones no tuvieron mucho tiempo de extenderse. El ataque de los jinetes negros fue rápido y brutal, y cuando llegaron las noticias de la primera oleada, todas las demás aldeas ya se habían sumado a la debacle. Y así de poco preparados les encontró, reuniendo sus escasas posesiones y decidiendo hacia qué lugar huir, la furia de los jinetes y la muerte que cabalgaba con ellos. En cuestión de minutos todo cambió: la mitad de la aldea subió a sus monturas, arrancó con sus caravanas en dirección a ninguna parte, dejaron atrás todo lo que no habían empaquetado antes. Él mismo se encontró empujando a los ancianos y niños hacia la caravana más cercana, hasta que se dio cuenta de que su hermano no estaba con ellos. A su espalda, el sonido de las llamas había comenzado y el tronar de los cascos ahogaba los gritos alrededor. Giró sobre sí mismo, en todas direcciones, gritando el nombre del pequeño. No obtuvo más respuesta que el crepitar del fuego mezclado con los aullidos de los aldeanos. Impotente, permaneció mirando las llamas, maldiciendo su ineptitud para encontrar ayuda y recapacitando acerca de todo lo que había sucedido hasta llegar a aquel momento.

Un grito le sacó de su ensimismamiento: se giró para encontrar a una mujer huyendo despavorida, mientras uno de los jinetes apuntaba en su dirección con una flecha en llamas. Paralizado por el miedo, no pudo reaccionar hasta que la flecha se halló atravesada en el cuerpo de la mujer, que se estrelló contra el suelo a escasos pasos. Cuando levantó la vista, vio al jinete recargando el arco y mirando en su dirección. Dio media vuelta, y corrió.

Saltó fardos humeantes y cuerpos sin vida, esquivó aldeanos aún en llamas, atravesó muros semiderruidos y en ningún momento miró atrás. Sólo pensaba en encontrar a su hermano, más que en huir de los jinetes y las flechas. Más tarde, desearía no haberlo hecho. Porque cuando al girar el último muro vio al pequeño de rodillas sobre un cuerpo carbonizado, llorando desconsoladamente, su corazón pareció pararse. En un suspiro, imaginó lo dulcemente feliz que hubiese sido no llegar a girar ese muro y seguir viviendo pensando que tal vez su hermano hubiese escapado en una de las caravanas, feliz e inconsciente del destino final de la aldea. Pero pasó el suspiro, y la realidad seguía siendo la que tenía ante sus ojos.

- ¡¡ Ecor !! – gritó, tan fuerte que se hizo daño en la garganta.

Corría a grandes zancadas hacia él, pero antes de que el pequeño se percatase siquiera, un jinete apareció entre las llamas que los rodeaban y con un rápido movimiento lo agarró de la pechera montándolo a lomos del caballo.

Hubiera gritado aún más fuerte, pero el humo atragantó sus chillidos y no pudo más que abrir la boca inútilmente, corriendo como un loco a través de humo y cenizas, sin ver hacia dónde se dirigía, escuchando el galopar del caballo que se alejaba y el grito horrorizado de su hermano. Por fin al llegar a las lindes del pueblo el humo desapareció, y ante él el vasto campo vacío de la llanura se iba llenando de negras figuras galopando hacia el horizonte, algunas cargadas con fajos, otras con pequeños bultos que se zarandeaban. Uno de esos bultos, colgando del jinete más retrasado, era su hermano Ecor. Estaba a punto de lanzarse a correr como un loco, sin esperanza alguna de alcanzarles, cuando oyó un grito a su izquierda. Se volvió asustado y vio cómo un hombre, atrapado bajo una viga de madera, chillaba de dolor. Encima de él, los restos de un techo estaban a punto de desprenderse. Sin dudarlo, corrió hacia el hombre e intentó levantar la viga. Pesaba demasiado.

Se encontraba forcejeando, casi a punto de rendirse… y entonces el humo dio paso a una figura negra, que lentamente avanzaba hacia ellos. Oyó el sonido que por primera vez escuchase en mitad de aquel camino, y del brazo de la figura negra surgió una llamarada. Según se acercaba, distinguió entre el crepitar del fuego una risa ahogada por el yelmo. Como en el camino.

Y entonces, cuando estaba seguro de que había llegado el fin, apareció.

Primero, un rayo de luz cayó sobre el jinete negro, que tuvo que cubrirse con el brazo y agarrarse con fuerza para no caer del caballo, espantado. Casi instantáneamente, una especie de ventisca cayó sobre él. Ahogó las llamas de su espada. “Nieve”, fue lo que pensó el chico, aunque sabía que no era posible. Pero, ¿qué si no la nieve podía apagar así las llamas? Con un mismo movimiento, el jinete arrojó al suelo la espada al tiempo que se arrancaba el yelmo con un grito de dolor. Sin dejar de frotarse los ojos, azuzó a su montura y arrancó a galopar en dirección contraria, perdiéndose de nuevo entre el humo y las ruinas. En pos suyo apareció un nuevo jinete, procedente de la dirección del haz de luz y la ventisca. Pero esta vez, era un jinete blanco.

Blanco era el caballo, y blanca la armadura del caballero que lo montaba. A su espalda, una capa blanca ondeaba cual estandarte, y en su mano una espada brillante como el mismo sol de primavera. Al llegar junto al chico, desmontó de un salto. Sin mediar palabra, apartó a puntapiés varias rocas y maderos hasta toparse con una pieza grande de madera, un fragmento de viga. Lo levantó con ambas manos y de un golpe lo colocó en el pequeño hueco que quedaba entre el suelo y la gran viga que aplastaba al aldeano. Durante un instante miró ambas piezas de madera, cambió ligeramente la posición de la más pequeña, y la dejó caer sobre un trozo de muro. Entonces, descargó su peso sobre la madera. Como si pesase lo mismo que una bala de paja, la viga que aplastaba al aldeano se levantó y tambaleó, y el hombre atrapado lanzó un grito de alivio.

- ¡Rápido, sácalo! – gritó el caballero, manteniendo en alto la viga. El chico salió de su estupor y agarró por los brazos al aldeano, arrastrándolo fuera de peligro.

Mientras el hombre se afanaba en recuperar todo el aire que no había podido respirar mientras la viga le aprisionaba, el caballero exploraba los alrededores en busca de más aldeanos atrapados. Ni siquiera se molestó en dirigirles una palabra. Después de haber buscado por todo el Reino, después de haber maldecido a todos los charlatanes de todas las tabernas, el joven no pudo soportar que ni siquiera le hubiese mirado a la cara.

-¡Eh, tú! – gritó, sin darse cuenta de que lo hacía.

El caballero se giró, y por primera vez pareció verle. Pausadamente pero con firmeza, avanzó con pasos de gigante hacia él. Era realmente grande, toda su armadura era blanca desde las botas hasta el yelmo, y la capa que cubría sus hombros y espalda continuaba por los brazos, una ancha manga blanca que se perdía de nuevo en los gigantescos guantes. No cabía ninguna duda de quién era.

Se detuvo frente al chico y lo examinó de arriba abajo. Su yelmo sin rasgos definidos, apenas un óvalo blanco con una hendidura para los ojos, era casi tan aterrador como los negros cascos llenos de aristas, cornamentas y puntas de flecha de los jinetes negros.

- Os he salvado a ti y a tu amigo – dijo, con una voz cavernosa –, ¿acaso eso no es suficiente?

El chico aguantó su mirada – la mirada de su yelmo, al menos – y con lágrimas en los ojos, le respondió con toda la agresividad que pudo:

- No, no es suficiente. Hubiera sido suficiente que llegases antes, que hubieses evitado toda esta destrucción. Que hubieses impedido que se llevasen a mi hermano… así que si no vas a ayudarme a recuperarlo, será mejor que te marches por donde has venido.

No podía creer que hubiera dicho todo aquello. Se quedó mudo al instante, atemorizado. Llegó a pensar que tal vez no lo hubiese dicho, sólo lo hubiese pensado. El caballero no respondió. Ambos permanecieron allí, mirándose, sin decir nada. Finalmente el silencio se rompió.

- Dime chico, ¿cómo te llamas?

El joven percibió algo en el tono de voz, un cambio, una inflexión que le tranquilizó. Sin entender bien cómo ni porqué, supo que por fin algo iba a cambiar.

- Me llamo Bamache, señor. Pero todos me llaman Bam.

El caballero alzó el visor de su yelmo. Bajo él hizo acto de presencia un rostro rudo, de mediana edad, serio pero en absoluto terrorífico. Observó a Bam con ojos escrutadores, una mirada profunda, inquisitiva. Le tomó por el hombro.

- De acuerdo, Bam. Tal vez puedas echarme una mano. Venga, vamos a apagar este fuego.

No pudo sino obedecer. Pese a que todo su mundo acababa de venirse abajo de la manera más repentina y violenta imaginable, sintió que al mismo tiempo se encontraba en el comienzo de algo.

- Ah, y por cierto… - dijo el caballero, de pronto. Bam se detuvo, intranquilo. Pero vio que en su rostro se dibujaba una sonrisa sutil, discreta. Casi como si le doliera cambiar de expresión.

- … no me llames “señor”.

Fin del Capítulo 1


3 comentarios:

  1. He tenido un augurio, uno bueno... por alguna razón, por alguna casualidad, por algún designio... he empezado a leer, y según leía, acudía a mis oídos, radiada desde la red, la melodía que envolvió en su día las grandes escenas de El Señor de lo Anillos...

    La promesa se ha hecho letra... y esta letra es digna de genios.

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  2. Hey! Que novelón. Prometedora Lord Litos, sin lugar a dudas. Creo "señor" que se ha metido en un gran lio porque sus seguidores vamos a querer más y más....y más. Aunque hay algo que me ha dejado realmente pasmada: El caballero de la Bata Blanca tiene ROSTRO.

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  3. Ay Jefe, me parece que te has embarcado en un proyecto muy muy ambicioso, temo por el resto de contenidos del blog si esta nueva saga comienza a acaparar todos tus esfuerzos.
    Estamos a la espera de leer más, tiene muy buena pinta.

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