martes, 16 de octubre de 2012

Miguelito Slasher (Capítulo 4)

Por fin el esperadísimo desenlace de esta asombrosa historia de horror neorrural, intriga de boina y gayato, relato gótico-campestre, después de tres emocionantes capítulos publicados alternadamente en Diario de un Copépodo (1 y 3) y en esta misma casa (2).
 
MIGUELITO SLASHER

Capítulo 4

Los límites que definen las emociones humanas son a menudo difusos. Del mismo modo que a veces la frontera entre el amor y el odio es difícil de discernir, resulta confuso el modo en que a veces se puede pasar de la comicidad más absoluta al más terrible, inesperado y descorazonador terror. Y lo más temible, como descubriría la familia Peinado al final de aquella invountaria incursión en el pueblo, es que mientras que la carcajada y la risa terminan por desgastarse y cesar, no existen límites para el terror que un ser humano puede soportar.
Pero antes de llegar a esa horrible certeza, los límites seguían difusos, y la situación que vivía en aquel momento la familia Peinado se encontraba todavía más cercana al humor esperpéntico que al horror que habría de llegar más tarde.

- Muy buenas... agente - se aventuró a saludar Julián, dudoso de si esa era la fórmula correcta. Al menos lo era en CSI.

El "agente" no se dignó a contestar. Sin alejar la mano de la cartuchera, repartió su mirada entre cada uno de los integrantes de la aturdida familia: el hombre, apocado, de aspecto nervioso; la mujer, con claras muestras de ansiedad, mirada culpable, claramente sospechosa; y finalmente, un niño y una niña, totalmente abstraídos de la situación, el uno tapándose la nariz y empujando a la otra, que golpea al primero y le espeta algo que suena como "cerdo tú". El escrutinio visual termina con un sutil giro de cabeza acompañado de un certero escupitajo, lo bastante alejado como para no resultar ofensivo, lo bastante cercano como para intimidar a esas ratas de ciudad. Porque eso es lo que eran, no cabía duda. Ratas de ciudad que venían a enturbiar la paz del pueblo.

- Bueno - dijo finalmente el bigote que dominaba el 75 % de aquel rostro -, ¿qué carajos están haciendo ustedes aquí?

Fue lo peor que podía haber dicho. Mamen vio su oportunidad de proporcionar una versión de los hechos que les proporcionara una salida fácil y además la eximiera de toda culpa por el asunto de aquel engendro porcino que, en su inconsciencia, había liberado.Para ello, utilizó una estrategia consistente en apartar a su marido, comenzar a hablar muy rápido y no permitir que nadie la interrumpiese. Lamentablemente, los planes  rara vez salen bien cuando se viaja en familia.

Enfrentado de pronto a una vorágine de gritos, aspavientos y empujones, azotado por una algarabía ininteligible formada por una mujer frenética, un hombre desesperado que intentaba en vano meter baza (sólo pudo entender algo acerca de un tal Miguelito), y unos niños que se golpeaban mutuamente y concursaban por el premio al chillido más agudo, el sargento encontró la oportunidad de hacer y decir aquello que quería haber hecho desde que hacía 23 años ingresase en el cuerpo de la benemérita. Desenfundó su arma reglamentaria, lanzó un tiro al aire y exclamó:

- ¡¡QUIETO TODO EL MUNDO!!

El efecto fue inmediato: un silencio instantáneo, sólo turbado por el eco del disparo. Instantáneo pero poco duradero, pues en cuestión de segundos todas las puertas en un kilómetro a la redonda (seamos sinceros; todas las del pueblo) se abrieron al unísono, vomitando un torrente de curiosos, cotillas, abuelicas asustadas, niños coñones... en fin, todo el pueblo que no estaba pendiente del gorrino de los Messis se personó en las inmediaciones de donde había sonado aquel disparo tan jugoso.

Aquello fue la última gota de las muchas que llevaban tiempo colmando el vaso de la paciencia de Julián. Se encaró al agente y le espetó en pleno bigote:

- Pero, ¿¿está usted loco?? ¿No ve que aquí hay niños? ¿Qué cojones se ha creído usted que es esto, una reunión de etarras?

- ¡Jolines, ha dicho cojones!

- Carlitos, ¡basta ya joder!

- ¡Ala! ¡Ahora joder!

Mientras el niño tomaba nota de aquel sinfín de infracciones del Código de Conducta Familiar, Julián seguía gritando al guardia, que había retrocedido un par de pasos.

- ¡No tiene usted ni idea de lo que estamos pasando! ¡Sólo queríamos poner gasolina y comprar unos miguelitos! ¡Unos deliciosos, níveos e inocentes miguelitos! Primero pierdo a mi mujer y mi hija, luego nos toca slair corriendo Diossabeporqué y ahora usted nos viene a tocar las narices con su actitud fascista e imprudente... mire yo ya no quiero saber nada, si hace falta nos lleva al cuartelillo, con tal de que nos saque de este agujero perdido en la Meseta, y si no... ¡A LA PUTA MIERDA!

Carlitos estaba en éxtasis. No sabía por dónde empezar a repetir tacos.

Entonces se oyó el siguiente disparo.

Y otro.

Otro más.

Alrededor del grupo de exaltados personajes, los habitantes del pueblo se giraron hacia los nuevos disparos. En sus rostros, una expresión de sorpresa le dio el relevo a otra, de comprensión y cierto jolgorio.

- ¡La carrera!

- ¡Han dado la salida!

- ¡Pero faltan semanas!

- ¿Será "de prueba"?

Todas estas preguntas se lanzaban al aire mientras corrían hacia la calle principal del pueblo, llamándose unos a otros y exclamando otra serie de frases como "¡los gorrinos! ¡los gorrinos!". El grupo de urbanitas se quedó petrificado, petrificación que duró poco, pues pronto los mismos habitantes del pueblo que habían corrido en pos de los disparos realizaron un cambio de sentido de la marcha y ahora corrían despavoridos hacia ellos. Los gritos habían cambiado tanto como el rumbo:

- ¡Que vienen paquí!

- ¡Qué locuraza!

- ¡Están desbocaos!

Y confirmando estas someras descripciones, un malsano hedor precedía un atronador ruido de pisadas frenéticas, gruñidos porcinos y chillidos dignos del más cruel xenomorfo de la galaxia. Mamen fue la primera en sumar dos más dos y llegar a concluir que si la aparición del gorrino de los Messis había sido en sí misma una experiencia aterradora, una piara desbocada de cerdos entrenados para ganar carreras resultaría, cuanto menos, incómoda. Convirtiéndose súbitamente en Mamá Hulk, Agarró a cada uno de sus hijos con un brazo y arrancó a correr dejando atrás a su marido, al sargento y a su bigote.

- ¡¡Pero Mamen!!

- ¡¡Señora, alto a la autoridad!!

- ¡Que os den a los dos, a los gorrinos y a los miguelitos! ¡Ahí os quedáis!

- Cariño, no sabes lo que dices… ¡si estan deliciosos!… cariño, ¡cariño, cuidado, mira para delante!

Dado el historial de desgracias de las últimas horas, a Julián no le sorprendió no sorprenderse en absoluto cuando su mujer, cargada con los niños y mirando hacia atrás para cerciorarse de que ningún suido aberrante les pisaba los talones, tropezó con una baranda de yeso y desapareció en una explosión de agua.


Como buen y abnegado esposo, se dispuso a salir tras ella rápida y vertiginosamente. Mas no pudo sino exhalar un grito de angustia al comprobar que no se desplazaba por sus propios músculos, sino que una fuerza motriz desconocida lo había elevado considerablemente y lo empujaba con ferocidad. El ejército de marranos había arremetido contra él y el sargento, solo que este último, tras años de prácticas en las tradicionales carreras, consiguió con un par de certeros movimientos sentarse a horcajadas de un magnífico ejemplar y poco a poco ir dirigiéndolo hacia el exterior de la piara. Julián le perdió la vista, pues su máxima prioridad era recuperar el control de su vida, al menos en una mínima fracción. Lástima que no pudiera decidir por sí mismo, pues los marranos, incomodados tal vez por aquel peso indeseado, golpeaban sus costados empujándolo en todas las direcciones posibles. Podría haber seguido así indefinidamente arrastrado por la marea cerdil, pero afortunadamente otro magnífico ejemplar decidió darle un ultimátum: lo sopesó unos instantes sobre su lomo, para finalmente contonearse y lanzarlo por los aires con suma precisión.

Julián dio de bruces en el suelo, tragó polvo, intentó reincorporarse, se topó con la mirada penetrante de un señor apoyado en un garrote tan nudoso como sus manos, y decidió que lo mejor era perder el conocimiento durante un ratito.

***
- ¡Joder! ¡Puta mierda!

No se podía negar que todo aquello que estaba sucediendo daba un poco de miedo, pero en aquel preciso instante en que viajaba agarrado al sobaco de su madre huyendo de los cerdos y de la Guardia Civil, Carlitos se lo estaba pasando de miedo. Sólo podía pensar en la cantidad de cosas que le podría contar al chulito de Rafita Mesina, siempre vanagloriándose de las aventuras que pasaba en la casa de campo de su abuelo. Además, había escuchado en pocas horas más palabrotas de las que acostumbraba a escuchar en toda una semana, y encima todos estaban demasiado ocupados como para reñirle por repetirlas.


Salvo su hermana, claro.

- Eres un asqueroso, cuando volvamos a casa me voy a chivar de todo que lo sepas...

- ¡Calla, puta! ¡Mierda! – siguió Carlitos.

- ¡Mamáááá!

- ¡Niños, joder, por la Virgen y todos los Santos, basta ya!

Era difícil dar capones a dos niños cuando los llevabas como dos botijos, pero Mamen se apañó bastante bien. Lo malo es que para hacerlo descuidó la vista frontal sin dejar de avanzar, lo cual suele ser una estrategia con resultados bastante problemáticos.

- Mamá cuidadCHOF.

La madre y sus hijos acababan de introducirse de manera involuntaria en lo que se conocía en el pueblo como “la balsa”, un recinto que hacía las delicias de los más jóvenes, el equivalente humilde a la piscina municipal de pueblos más desarrollados, el cúlmen del aprovechamiento multiutilitario, pues partía de ser un reservorio de agua de regadío que  el dueño, de buena fe, cedía amablemente para que los niños y jóvenes refrescasen sus días de verano.

Claro que para un urbanita de la estirpe de los Peinado, de haberse podido parar a observarlo detenidamente en lugar de caerse de cabeza, hubiera sido más acertado definirla como una infecta poza llena de agua estancada, una delicia para taxónomos ansiosos de descubrir nuevas especies de hongos y sabandijas varias. De hecho, es muy probable que el género ascomicetos se descubriese en un lugar tan asqueroso como aquel.

La inocencia de los niños hizo que el asco se repartiese la faena con la diversión del chapuzón y el ridículo de su madre teñida de verde, pero Mamen había tocado, literalmente, fondo.

O al menos eso creía.

Algo le había rozado una pierna. Se giró como un resorte, encontrando a sus dos hijos echándose agua felizmente el uno al otro. No habían sido ellos. A su espalda, una especie de murmullo fue creciendo, se acompañó de un extraño gorgoteo, y finalmente culminó en una especie de gemido indefinible, in crescendo. Acompañándolo, un chapoteo viscoso, repulsivo, algo que sólo podía escucharse, de eso estaba segura, en aguas como aquellas. Sabía que no era buena idea, pero se giró hacia el sonido.

Frente a ella, una forma aberrante se alzó. Una forma serpenteante y blanca, coronada por una cabeza (si se podía llamar cabeza  a aquello) en la que colores imposibles se combinaban en una amalgama grotesca, terminando en un basto apéndice que un optimista podría identificar como una boca. Y si era una boca, casi seguro iba a devorar a Mamen. Como si le leyese el pensamiento, la criatura confirmó sus temores abriendo esa boca, al tiempo que unas gigantescas alas se desplegaban levantando un putrefacto oleaje donde zapateros y mohos eran barridos bruscamente, todo ello sumido bajo un alarido que helaría la sangre del mismísimo Cthulhlu, el cual sin duda hubiera preferido perecer instantáneamente antes que yacer eternamente bajo aguas como aquellas.

Ahora sí, Carlitos y Ángela detuvieron en seco (es un decir) sus juegos, se miraron, miraron de nuevo a la abyecta criatura que amenazaba a su madre, volvieron a mirarse y gritaron más fuerte de lo que nunca lo habían hecho. Y habían gritado mucho.

Como un fantástico rompecabezas genético, la cualidad de las longitudes de onda emitidas por ambos críos se complementaron y formaron una resonancia asombrosa: era imposible distinguir una voz de la otra, y entre ambas consiguieron lo que varios tiros de armas de fuego, una estampida de cerdos y una incursión no deseada de media familia de ciudadanos ejemplares no habían podido: espantar de manera rotunda a aquel animal, aquel híbrido entre pato y quién sabe qué otra especie, aquella amalgama genética, acúmulo de mutaciones tan incompatibles que se compensaban, aquella ruina biológica que hubiera hecho desistir al mejor ornitólogo de la Tierra ante la incapacidad de adscribirlo a cualquier familia de anseriformes.

La aberración  de la naturaleza se marchó volando junto con las últimas fuerzas de Mamen, que se dejó caer hacia atrás, cerró los ojos, y flotó un momentito en compañía de los zapateros supervivientes y otras larvas flotantes. Como si estuviese haciendo el muerto en la piscina. Sus hijos, más tranquilos, la miraban y se preguntaban temerosos si no se habría muerto de verdad.


***
- La verdad, no sabe cuánto le agradezco, este café está buenísimo.

- Ay, qué bonico, anda sírvete otro poco más.

La verdad era que el café estaba asqueroso. Pero cuando unos amables viejitos te han levantado del polvoriento suelo, te han peusto a salvo de una horda de bestias porcinas, y te han ofrecido un cafecito en su humilde y rural morada plagada de cortinas de ganchillo y muebles con carcoma, tenías que decir que estaba muy rico. Porque así podían sucederte cosas maravillosas que compensasen horas de amargo dolor y sufrimiento, como le sucedió a Julián justo entocnes.

- Además, mira, tengo ahí dentro unos cuantos miguelitos, ya verás qué bien van con el café.

Conteniendo las lágrimas, Julián dijo un tímido “gracias” y se imaginó cómo iba a regresar, triunfal, en busca de su familia, cargado con al menos una bolsita de miguelitos sobrantes de una auténtica morada de pueblo. El regreso de un héroe, sin duda alguna.

Entonces recordó a su mujer tropezando y cayendo, y sus ansias de grandeza se esfumaron. Se incorporó de un salto y casi arrebatando los miguelitos de las manos de la señora, dijo que muchas gracias pero que se tenía que ir a buscar a su familia antes de que se preocupasen, que estaba todo riquísimo y que si por favor le podían dar algo para guardar los miguelitos se iría ya mismo para no molestarles más.

- Sí hombre, mira todavía tengo la caja, voy a buscarla y te los llevas ahí.

La mujer fue a la cocina al ritmo de un gasterópodo terrestre reumático, mientras su marido aprovechaba para seguir contándole a Julián las grandezas de aquella tradicional y centenaria carrera de gorrinos que aquel año, de manera inesperada, se había adelantado improvisadamente nadie sabía bien cómo ni porqué.

- Y eso que desde el año pasao están dando por saco los verdes esos, que dicen que es indingo y cruel y nosequémás monsergas, pero oiga qué quiere que le diga, ¡si toa la vida se ha hecho asín!… – comentaba reivindicativo el señor.

Antes de que Julián pudiese encontrar la manera de callarlo, a su espalda notó una presencia. Silenciosa, la mujer había vuelto de la cocina sin hacer casi ruido, y sobre el tapete de ganchillo de la mesita camilla Julián contempló con congoja cómo una mano se alzaba con la silueta inconfundible de un arma blanca en ristre. El gesto de muerte se completó con una sentencia fría, que zanjó las palabras de su marido con una significación a distintos y muy aterradores niveles:

- Además, ya sabéis lo que dicen… a cada cerdo le llega su San Martín.

Decidido a afrontar su inminente muerte de la manera más digna posible, Julián se dio media vuelta mostrando sin pudor su cuello y casi deseando la estocada final. Inexplicablemente, lo que se encontró fue a la señora con el cuchillo en la mano, sí; pero sosteniendo en la otra una caja de miguelitos, algo desvencijada, pero caja de miguelitos al fin y al cabo.

Sin entender demasiado lo que acababa de suceder pero agradeciendo esta nuevo renacer con que se había encontrado, Julián aceptó la caja sin decir palabra. El incómodo y surrealista momento fue roto por un carraspeo.

- Caballero, creo que por aquí le están buscando.

Y allí, por fin, la familia Peinado (ninguno de cuyos miembros estaba bien Peinado en absoluto), se reunió en elocuente silencio. El sargento hizo avanzar con ternura a la mujer, arrebujada en una manta que había servido también de toalla. Detrás de ella, los niños cuchicheaban y se reían, nadie supo nunca de qué ni porqué.

Julián abrazó a su mujer, le dijo “ya pasó todo”, pero mientras sujetaba su rostro entre sus manos y la miraba a los ojos, esos ojos enrojecidos, húmedos y carentes de alma, sabía que nunca, nunca sería capaz de disfrutar de nuevo del placer de degustar unos tiernos y a la vez crujientes miguelitos.

Pero al menos podía intentarlo. Tenía una caja medio llena en su poder, así que al menos la aventura había valido la pena.

Dieron las gracias a los Estébanez - quienes la verdad no entendían nada de lo que había pasado -, se despidieron del sargento Manteca, que por fin había comprendido que aquella familia no era más que un pobre y disfuncional atajo de desdichados que debían volver a toda costa a su cuna de cemento y semáforos, a riesgo de perecer si permanecian demasiado tiempo al aire libre.

Sólo unos minutos más tarde estaban en el coche, de vuelta en la autopista. Una lágrima se deslizó por la mejilla de Mamen, que vio en aquella serpenteante masa de cemento un camino directo a la redención y el olvido. Julián se percató y posó una mano sobre la rodilla de su mujer, quien la levantó suavemente y se la devolvió a su marido, sin mirarlo.

Julián volvió a mirar la carretera, activó el control de velocidad, relajó el pie del acelerador (todavía le dolía tras el costalazo), y se relajó un poco.

- Ya veréis –dijo, lentamente – qué bien cuando lleguemos a casa, nos  demos una duchita y nos sentemos tranquilamente a ver la tele. Y seguro que nos reímos de todo esto cuando estemos comiéndonos los miguelitos con un vaso de leche calentita con colacao.

- Sí papá – repondieron los niños al unísono, con dulzura. Mamen se limitó a apretar los dientes un poco más.

Y en el asiento trasero, el joven Carlitos, sin saberlo, dio un paso de gigante hacia la madurez cuando decidió que tal vez sería mejor esperar a llegar a casa, para que fuese su padre sin ayuda de nadie más quien se diese cuenta de que la caja de miguelitos que llevaban estaba vacía.

Miguelitos

EPÍLOGO

El sargento Manteca acompañaba a Aniceto, el dueño del bar, mientras guiaban a los últimos cochinos hacia sus correspondientes moradas. Murmuraba algo acerca del turismo, lo poco que aportaba y los trastornos que causaba, y maldecía la decisión de promocionar productos de la tierra que luego se pudrían tras la barra del bar. Aquello hizo al sargento sonreír, pensando en el disgusto de aquel pobre hombre obsesionado con los miguelitos cuando descubriese que la buena señora Estébanez había confundido las cajas de miguelitos y le había entregado la que estaba vacía. La pobre mujer ya no carburaba muy bien, utilizaba el cuchillo jamonero para cualquier tarea por sencilla que fuese, y más de una vez había dado sustos aún peores a infortunados invitados que sólo querían tomar un café y se iban con un infarto de regalo.

- Bueno, pues ya está, este era el último. Gracias, Manuel.

- Nada, Aniceto. Ha sido fácil, que los tenéis muy bien entrenados. Ale, cuídate.

A la salida del pueblo su compañero le esperaba, apoyado en el jeep oficial y mirando la carretera.
El sargento se acercó y se plantó a su lado, cruzándose de brazos y mirando en la misma dirección.

- Hay que ver, la gente de ciudad… qué forma de marear - reflexionó -. Para que luego digan de “la familia”, menuda panda de desequilibrados. Y esas criaturas… tenías que haber visto cómo se reían mientras sacaba a su pobre madre de la balsa.

Su compañero se giró. Por más que el sargento intentase mostrarse como un rudo guardia civil indignado por todo, él sabía de sobra lo que pasaba por su cabeza.

- Anda, tontorrón – le respondió, al tiempo que le daba un cariñoso cachete en el pompis – lo que pasa es que te dan envidia.

El sargento Manteca mudó la expresión y por debajo de su bigote se dibujó una afable y satisfecha sonrisa.

- Cómo me conoces, tontico. Venga, cierra el coche y vamos a merendar,  que con tanto jaleo me ha entrado hambre.

- Tienes razón, ¡qué a gusto me comería un puñado de miguelitos!

Se miraron con complicidad, estallaron en carcajadas y cogidos por la cintura se dirigieron hacia aquel paraíso de casas encaladas, gente sencilla y emociones intensas. Un lugar donde nada ni nadie podría alterar, juzgar o censurar su forma de vivir.

Aunque incomprensiblemente, había muchas personas que por alguna extraña razón siempre, siempre intentarían evitar aquellas salidas de las autopistas que llevasen, directa e irremediablemente, al pueblo.

FIN




9 comentarios:

  1. Definitivamente ha nacido un nuevo duo lleno de imaginación, capacidad narrativa y similar "taradez". Esperemos que se repita alguna nueva colaboración del duo Litos-Copepedo porque este cadaver ha sido indudablemente exquisito. Me he reido muchísimo y lo que si que me ha quedado claro es que nunca, nunca, iré a repostar gasolina a "un pueblo",.... aunque me encantan los miguelitos.

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  2. ¡Habrá que ir a probar los miguelitos!, jaja, reconozco que soy más friki de lo que pensaba de mí misma: me esperaba alienígenas y abducciones, jaja, pero reconozco que el golpe porcino queda mucho mejor! :D

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  3. Muy descojonante, si señor!!! Yo que soy mas de pueblo que un pollino me empiezo a preguntar si no serán ustedes dos los protagonistas de tamaña aventura. Por supuesto aderezada con nombres falsos y tal, por que el nivel de detalle en sus descripciones se me antoja anterradoramente real. Eso sí, el final no me lo esperaba ni de coña.

    Deleitenos de nuevo en semejante dúo magistral. No es una petición. Es su deber para con las neuronas de la risa de miles de personas.

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    1. Banchsinger, por mi parte es todo inventado, mis contactos con el pueblo son limitados pero han bastado para inspirarme levemente. Será por los años que compartí bancada con usted, todo se pega... ;D

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  4. Jo, ¡qué decir! Lo que empezó siendo una desafortunada confusión para echar gasolina se ha convertido en una saga con todo el derecho. Hasta me ha dado pena despedirnos de estos personajes entrañables (y otros quizá no tanto). Qué hartón de risa, has dejado lo mejor para el final, mamonaso.

    El fin de la trama me ha precido trepidante y de justicia. Los urbanitas merecían un buen escarmiento tanto por aventurarse donde no debían como por las desfachateces cometidas, aunque lo de dejarles sin caja de miguelitos ha sido una crueldad horrenda (por cierto, preciosa la caja), especialmente para la pobre Mamen, cuya cordura no creo que se recuperara. Pero lo que más me ha gustado ha sido el estilo, que se nota que tienes madera de narrador, incluyendo los guiños y el romántico final. ¡Si es que lo tiene todo!

    Pues nada Doc, me lo he pasado muy bien migueliteando, ¡Que se repita!

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    1. Jo, cómo me alegro de haber cumplido con mi parte. Ha sido fácil cuando el primero que inicia la historia ya dibuja unos personajes tan bien definidos y con semejante personalidad, ¡el resto ha venido rodado!

      Por supuesto que esto se tiene que repetir, ya tengo cosas pensadas ya... creo que algún drama urbano-finca de vecinos podría ser una buena opción.

      ¡Un abrazo compañero migueliteador!

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  5. Aún me cuesta respirar, como si tuviera un miguelito a medio masticar en la boca.
    Me he quedado con la duda de la nueva especie aparecida en la alberca...

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    1. Pues si pinchas en la referencia de la imagen, verás que ese ánade de aspecto mutante y repulsivo no es sino una especie bien conocida, llamado "pato Muscovy", indaga en google y verás, es de lo más raruno. Yo pensaba que eran patos enfermos cuando los veía por ahí, hay que ver lo que aprende uno con esta tontería del blog.

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  6. Gracias comentaristas! Lo bien que me lo he pasado escribiendo esta demencia...

    Se me olvidó agradecer, lo hago aquí y ahora, al compañero Raulómero que es de estos amiguetes que nos leen pero no comentan (apareció en Reporteros en Venecia) por prestarnos su caja de miguelitos y su cuchillo para componer la foto final. Un toque de realidad que ha venido al pelo.

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Como dijo Ortega y Gasset, "Ciencia es aquello sobre lo cual cabe siempre discusión"...

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